Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







sábado, 29 de mayo de 2010

Morea III


En los últimos años Grecia había acogido un importante flujo migratorio, procedente principalmente de Albania. Éste, había sido relacionado con el aumento del nivel de delincuencia. A pesar de que ambos fenómenos se concentraban principalmente en Atenas (en los últimos días se había hecho público el aumento de atracos en el metro) había una sensación generalizada de mayor inseguridad en un país tradicionalmente muy seguro. Así, Martin y yo decidimos tomar algunas precauciones en nuestra expedición nocturna. Seguimos la calle principal hasta la estatua de Leonidas. Hallamos el camino que subía hacia el templo de Artemisa. Nos aseguramos de que nadie nos seguía y nos internamos. La luz mortecina de las últimas farolas se fue tornando en oscuridad, antes de que nuestros ojos fueran capaces de aprovechar la claridad de la luna. Atravesamos el cercado de una última casa, sorprendidos por el ladrido de unos perros. Abandonamos el camino y subimos por un campo de olivos. Éste acababa en un montículo cubierto por algo más de dos metros de matojos, haciendo las veces de pared. Nos pareció el mejor sitio disponible, o al menos el más discreto. Pensamos que los perros nos alertarían de individuos que llegaran de las afueras de la ciudad y el lugar, ligeramente elevado con respecto al resto, nos permitía controlar mayor cantidad de espacio. Convenimos que lo mejor sería no dormir los dos a la vez, hacer turnos de guardia de hora y media.
Quizás era poco el tiempo de descanso pero, de esta manera, nos asegurábamos que el guardián podría aguantarlo. Sorteamos el orden. A mí me tocó la primera. Martin se estiró sobre una especie de sábana y se cubrió con una toalla. Yo me apoyé en mi mochila. Lié un cigarrillo. Me acordé de las películas de aventuras y, para no dar señales de mi presencia, guardaba su destello entre mis manos. Aquel primer turno fue el que se me hizo más pesado. Estaba cansado. Era tarde y había estado todo el día viajando. Tenía sueño y una hora y media por delante de vigilancia. Además, me sentía algo tenso. Atento a cualquier movimiento, ruido o luz extraña. Apenas pasó nada en aquella primera hora y media. Tan sólo las luces de un coche que bajó por uno de los dos caminos de tierra y un gato que, durante un rato, se mantuvo inmóvil, mirándome a unos metros de distancia. Oí algunos ruidos tras el montículo de hierbas. Ruidos de animales. Pero, ni rastro de los albanos. Después todo fue mucho más relajado. Cada turno, me encendía mi cigarrillo para mantenerme distraído y contemplaba las estrellas. Calculé que habiendo sido el primero en empezar, me tocaría una guardia más. Y de hecho, incluso al final, tras mi último turno, cuando me tocaba descansar, le cubrí el turno a Martin. Pasé despierto las últimas tres horas. Ya no tenía sueño y además pude disfrutar de la salida del sol, que desprendía al Monte Taigueto del velo tras el que la noche lo había escondido.

                                                                               
Al poco, Martin despertó. Nos estiramos un poco. Recogimos las toallas que nos habían hecho de improvisado ropaje nocturno y bajamos a la ciudad en busca de un lugar donde lavarnos un poco y comprar algo para desayunar. Encontramos una fuente, luego, siguiendo una carretera llegamos a un supermercado. Allí compramos yogures, pan, tomates, aceite y algo de fruta y en una plaza cercana a la estación de autobuses desayunamos. Era una mañana radiante, las nubes de la tarde anterior habían desaparecido y por suerte aquella noche no había llovido. Los dos estábamos de buen humor, hablamos bastante, decidimos buscar unos restos arqueológicos que, según los mapas, se hallaban cercanos al cauce del Évrotas que discurría paralelo a la ciudad y alimentaba los campos cercanos. No hallamos el enclave deseado. Nuestros mapas no coincidían con lo que la realidad del terreno mostraba. Lo único que encontramos fue un pequeño recinto con restos de piedra, en las que se inscribían algunos textos. Junto al pequeño recinto y la nimia cantidad de objetos que contenía, había un cartelón que indicaba, en Griego e Inglés, que aquella parcela estaba disfrutando de una cuantiosa subvención por parte de los fondos de la Unión Europea, para su estudio y conservación. Nos reímos mucho de la enormidad del presupuesto dedicado a aquel pequeño espacio ridículamente protegido por una valla de madera medio rota. Entonces, tuvo lugar uno de los sucesos más surrealistas y estrambóticos de mi vida.

                                                                     

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