Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







sábado, 29 de mayo de 2010

Morea I



                                                                            

Me desperté a las siete. Salí al balcón. El sol se elevaba tras la Península de Kissamo, abocando su destello virginal en las aguas aún oscuras de la bahía. Un taxi me llevó al embarcadero. El barco cruzó ágil las dóciles aguas, abriéndose paso hacia mar abierto. Dejé mis bártulos sobre un asiento de cubierta y fui a secar algunas piezas de ropa en el viento de proa. Desde allí contemplé la oscura silueta de la costa, desvaneciéndose en la bruma. Y así, me despedí de Creta, viéndola desdibujarse en un alo blanquecino, como un sueño. Navegábamos hacia el norte, a lo lejos se insinuaba ya la agreste costa de la Isla de Andikýtira, mientras la miraba, algo llamó mi atención, unas extrañas sombras entre el oleaje. Llegaron como una exhalación, saltando, sumergiéndose para volver a emerger, enérgicos, jugando y saludándonos con sus acrobacias. Todos aplaudimos, sonrientes a aquel grupo de delfines. Tan súbitamente como habían llegado, desaparecieron, ágiles entre los mundos de agua y aire. Pasaban las horas. La cuchilla de proa rasgaba el azul y el tiempo parecía resbalar, lánguido, alejándose en una huella de espuma, tras la popa. Amarramos durante algunos minutos en Kýtira, la segunda y más grande de las dos islas que enlazaban el trayecto hacia el continente. El omnipresente sol había desaparecido entre los nubarrones oscuros que anunciaban tormenta. Pensé, dudando, en detenerme en aquella isla de tierra yerma, de colinas sembradas de matojos y piedras. Mientras contemplaba el trasiego de pasajeros que abandonaban y subían al ferry me pregunté qué deseaba hacer. Mi objetivo era llegar al Peloponeso, allí me esperaban Esparta, la Arkadia y sobretodo, Olimpia. Me senté en los bancos de cubierta. Encendí un cigarrillo. Mientras esperaba, seguí la evolución de las nubes, empujadas por el viento del norte.



Morea II


Poco antes de las seis despuntó el alba, con su lucero, mientras un gallo se esforzaba por anunciarla. La luna brillaba sobre el Monte Taiguetos que coronado por un manto de nubes, se alzaba sobre el valle. Pero, qué hacía yo bajo aquel árbol. Qué diablos hacía yo bajo una toalla húmeda de rocío, con un fornido alemán homosexual de rubia y lánguida melena durmiendo plácidamente a un metro de mí, en aquel campo de olivos a las afueras de Esparta. Se llamaba Martin y lo conocí en el barco, de nombre extranjero claro, que nos había traído desde Creta. Se acercó a mí y, pensando que yo era griego, me ofreció la posibilidad de obtener de su lápiz mi vivo retrato por el módico precio de deka euros. Le dije que no claro. Pero ya se sabe, también le dije que no era griego. Me preguntó que de dónde. Cuánto tiempo llevaba en Grecia. Dónde había estado y, como una cosa lleva a la otra, acabamos por tomar juntos el autocar que desde el puerto de Yíthio conduce a Esparta. Luego supe que estudiaba pintura. Que vive en Colonia pero que no le gusta el Gótico. Que tiene un hermano, el cual estaba a punto de doctorarse en geología en Canadá, con el que ha vivido aventuras locas viajando por medio mundo y que Holderïn, a pesar de escribir tanto sobre Grecia, nunca estuvo allí.
El faro sobre un islote, daba entrada al embarcadero de Yíthio. Puerto natural y mejor protegido de la provincia. Tradicional salida al mar de la antigua Esparta y posteriormente enclave comercial veneciano. Inscrita sobre una colina, casi toda ella, era una balconada asomada al mar. Me pareció el lienzo costumbrista de una villa tirrena, con sus tejados de terriza, sus fachadas ocres y su iglesia católica destacando en mitad de la tela. De camino a Esparta, el autocar discurría por verdes campos cubiertos de olivos cipreses y encinas. Ya en las últimas horas de la tarde, a lo lejos, las nubes se teñían de ocaso, enredadas en las cumbres de las montañas que envuelven el sur de la Laconia y que, atrapando el aliento del mar, lo abocan sobre una tierra fértil y sinuosa.
La ciudad de Esparta, en realidad no es más que un pueblo famoso. Cuenta con alrededor de veinte mil habitantes y haciendo honor a su condición de capital lacónica, todo en ella es funcional y escueto. Las calles siguen todas ellas un orden perpendicular o paralelo con respecto a una plaza central donde se encuentra el ayuntamiento. A su llegada a la ciudad, la carretera hace las veces de calle principal, en la que se concentra la vida comercial, los servicios y la mayoría del alojamiento. Siguiéndola, enseguida se llega al final de la villa en la que, junto a una pista de atletismo, se yergue una gran estatua de Leonidas. Y eso era todo. Ahí se acaba Esparta y vuelven los campos de olivos y los caminos de tierra. Uno de ellos, sube hacia las ruinas de un santuario dedicado a Artemisa que, junto a los escasos restos de la Acrópolis es casi todo lo que queda de la antigua polis. Este camino fue el que tomamos Martin y yo buscando un lugar donde dormir al raso. Encontrándonos en la cuna del valeroso Leonidas, íbamos a rendirle homenaje pasando la noche bajo las estrellas. Sin comodidades ni protección alguna. Como dos guerreros. Así lo habíamos decidido un rato antes, mientras cenábamos unos bocadillos en la plaza del ayuntamiento. Allí fue donde Martin me dijo que era homosexual. Me preguntó si yo también lo era. Le dije que no. “¿Te incomoda que yo lo sea?” en un perfecto castellano. Martin, según me contó en el barco, había vivido varios años en Barcelona con una beca de estudios. Yo le contesté que no me incomodaba en absoluto, pero que tendría poco éxito si intentaba ligar conmigo. Mientras cenábamos explicó alguna de la peripecias de sus numerosos viajes. Yo le preguntaba sobre todo aquello que llamaba mi atención. Sobre qué le había parecido cuando había viajo por Albania. Cómo se desplazó a través del Nepal o en qué zonas de la India había estado exactamente y qué diferencias había visto entre ellas. En algunas pocas horas habíamos establecido un vínculo de camaradería aprecio y respeto que nos hacía disfrutar de la mutua compañía y nos convertía en compañeros de aventura, al menos, durante aquella noche.

                                                                                  


Morea III


En los últimos años Grecia había acogido un importante flujo migratorio, procedente principalmente de Albania. Éste, había sido relacionado con el aumento del nivel de delincuencia. A pesar de que ambos fenómenos se concentraban principalmente en Atenas (en los últimos días se había hecho público el aumento de atracos en el metro) había una sensación generalizada de mayor inseguridad en un país tradicionalmente muy seguro. Así, Martin y yo decidimos tomar algunas precauciones en nuestra expedición nocturna. Seguimos la calle principal hasta la estatua de Leonidas. Hallamos el camino que subía hacia el templo de Artemisa. Nos aseguramos de que nadie nos seguía y nos internamos. La luz mortecina de las últimas farolas se fue tornando en oscuridad, antes de que nuestros ojos fueran capaces de aprovechar la claridad de la luna. Atravesamos el cercado de una última casa, sorprendidos por el ladrido de unos perros. Abandonamos el camino y subimos por un campo de olivos. Éste acababa en un montículo cubierto por algo más de dos metros de matojos, haciendo las veces de pared. Nos pareció el mejor sitio disponible, o al menos el más discreto. Pensamos que los perros nos alertarían de individuos que llegaran de las afueras de la ciudad y el lugar, ligeramente elevado con respecto al resto, nos permitía controlar mayor cantidad de espacio. Convenimos que lo mejor sería no dormir los dos a la vez, hacer turnos de guardia de hora y media.
Quizás era poco el tiempo de descanso pero, de esta manera, nos asegurábamos que el guardián podría aguantarlo. Sorteamos el orden. A mí me tocó la primera. Martin se estiró sobre una especie de sábana y se cubrió con una toalla. Yo me apoyé en mi mochila. Lié un cigarrillo. Me acordé de las películas de aventuras y, para no dar señales de mi presencia, guardaba su destello entre mis manos. Aquel primer turno fue el que se me hizo más pesado. Estaba cansado. Era tarde y había estado todo el día viajando. Tenía sueño y una hora y media por delante de vigilancia. Además, me sentía algo tenso. Atento a cualquier movimiento, ruido o luz extraña. Apenas pasó nada en aquella primera hora y media. Tan sólo las luces de un coche que bajó por uno de los dos caminos de tierra y un gato que, durante un rato, se mantuvo inmóvil, mirándome a unos metros de distancia. Oí algunos ruidos tras el montículo de hierbas. Ruidos de animales. Pero, ni rastro de los albanos. Después todo fue mucho más relajado. Cada turno, me encendía mi cigarrillo para mantenerme distraído y contemplaba las estrellas. Calculé que habiendo sido el primero en empezar, me tocaría una guardia más. Y de hecho, incluso al final, tras mi último turno, cuando me tocaba descansar, le cubrí el turno a Martin. Pasé despierto las últimas tres horas. Ya no tenía sueño y además pude disfrutar de la salida del sol, que desprendía al Monte Taigueto del velo tras el que la noche lo había escondido.

                                                                               
Al poco, Martin despertó. Nos estiramos un poco. Recogimos las toallas que nos habían hecho de improvisado ropaje nocturno y bajamos a la ciudad en busca de un lugar donde lavarnos un poco y comprar algo para desayunar. Encontramos una fuente, luego, siguiendo una carretera llegamos a un supermercado. Allí compramos yogures, pan, tomates, aceite y algo de fruta y en una plaza cercana a la estación de autobuses desayunamos. Era una mañana radiante, las nubes de la tarde anterior habían desaparecido y por suerte aquella noche no había llovido. Los dos estábamos de buen humor, hablamos bastante, decidimos buscar unos restos arqueológicos que, según los mapas, se hallaban cercanos al cauce del Évrotas que discurría paralelo a la ciudad y alimentaba los campos cercanos. No hallamos el enclave deseado. Nuestros mapas no coincidían con lo que la realidad del terreno mostraba. Lo único que encontramos fue un pequeño recinto con restos de piedra, en las que se inscribían algunos textos. Junto al pequeño recinto y la nimia cantidad de objetos que contenía, había un cartelón que indicaba, en Griego e Inglés, que aquella parcela estaba disfrutando de una cuantiosa subvención por parte de los fondos de la Unión Europea, para su estudio y conservación. Nos reímos mucho de la enormidad del presupuesto dedicado a aquel pequeño espacio ridículamente protegido por una valla de madera medio rota. Entonces, tuvo lugar uno de los sucesos más surrealistas y estrambóticos de mi vida.

                                                                     

Morea IV



A pesar de lo inútil del vayado, un cartel indicaba claramente la prohibición de entrar. Sin embargo, Martin entró y se puso a mirar las piedras. Yo dudé, pero la verdad es que también tenía ganas de ver aquellas inscripciones de más cerca. En mitad del recinto había la piedra grande y cilíndrica, podía parecer un fragmento de alguna columna dórica.

Medía alrededor de medio metro de altura y un metro de diámetro. En los laterales y en la cabecera habían inscritos algunos caracteres poco visibles. En ese preciso instante, mientras ambos la contemplábamos, Martin me dijo. “Tú sabes que la sociedad espartana antigua era una sociedad muy militarizada. Sabes que a los jóvenes se les sometía a una educación muy severa y se les entrenaba para que soportaran el dolor”. Asentí. “Pues yo quiero sentirme como uno de aquellos antiguos espartanos. Quiero tener mi rito de iniciación en el dolor. Coge una rama y pégame en el culo”. Sin darme tiempo a pensar en lo que me estaba diciendo, se bajó los pantalones y los calzoncillos, se echó sobre la piedra y me dijo; “venga pégame”. Le aseguré que no iba a pegarle. Pero, sin inmutarse, insistió. Yo no sé si por lo surrealista de la situación, por lo esperpéntico de la misma o porque ambos estábamos igual de locos, la cuestión es que cogí una rama y comencé a atizarle. El culo se le empezó a poner rojo. Le dije que paraba, que ya había suficiente. “No tú sigue, que a mi me mola. Pégame más fuerte. Me siento un auténtico espartano” y comenzó a reír. Seguí un poco más cuando, un ruido me hizo alzar la vista. En ese preciso momento cruzaba por delante de nosotros un granjero en su tractor. Entendí perfectamente lo que se le pasaba por la cabeza mientras nos chillaba, aunque no entendiera una palabra de lo que estaba diciendo. Sin embargo Martin, tranquilamente, se levantó, se subió la ropa y salimos corriendo de allí. El granjero continuó su camino, girado, insultándonos. En ese momento estallamos a reír.

Después de aquello volvimos al centro. Allí hablamos de lo que queríamos hacer. Martin tenía ganas de visitar la ciudad medieval de Mystras.    Propuso que fuéramos juntos. Me hizo gracia su propuesta. Llevaba conmigo un ejemplar de Carta al Greco, la autobiografía de Nikos kazantzakis, en uno de sus capítulos habla precisamente de la visita que hace a esta ciudad monasterio, junto a un amigo, en uno de sus peregrinajes de juventud. Sin embargo, a mí no me apetecía ir allí. Yo quería ir a Olimpia. No me apetecía ver una ciudad cristiana. Deseaba visitar la Arkadia y llegar a la patria de los Juegos. “Con la buena pareja que hacemos” dijo riéndose. Sí, le contesté, parece que nos compenetramos bien. Y los dos reímos. “Bueno, entonces, que te vaya bien”. Me dio su correo electrónico. Yo le di el mío. Hughes, le pregunté, no parece un apellido alemán. “Mi padre es inglés, mi madre alemana”. Ya decía yo que tu cara me recordaba a la de John Lennon. “Ya me lo han dicho otras veces”, me contestó sonriendo. Nos separamos con un abrazo, deseándonos suerte. Él subió la calle en busca de la parada de autobús que le llevara a Mystras y yo, bajé de camino a la estación de autocares.


Morea V


Esperé alrededor de una hora y media a que el autocar partiera. No podía comprar un billete directo a Olimpia. Debía comprarlo hacia Trípoli, la capital arcadia y una vez allí comprar otro a mi destino. Tomé asiento y ajusté el aire acondicionado. Me sentía bien en aquel autocar con pocos pasajeros. Atravesamos más campos de olivos y comenzamos la ascensión que nos llevaría a la Meseta de la Arkadia. Mientras la carretera se tornaba más sinuosa y ganaba pendiente, eché la vista atrás. Allá quedaba la Laconia, sus campos, Esparta y el Macizo del Taiguetos, imponente, como eterna muralla y guardián de aquella tierra. Al terminar el ascenso. Nos hallamos discurriendo en un mar de verdes colinas. Viéndolas pasar, me quedé dormido. De repente, me despertó la voz del conductor gritándome “Trípoli here!”. Salí del autocar, saqué mis bártulos. Pero, allí no había estación alguna. Según nos dijeron, la estación a la que debíamos ir quedaba a más de dos kilómetros de aquella parada. No entendí por qué aquella línea no llegaba hasta la ella, aunque luego su ruta la desviara hacia otro lugar. Tampoco era el momento de cuestionarlo. De hecho, ya había un par de taxis esperando. Uno salió y el conductor del otro se dirigió a mí, animándome a subir. Yo dudé, no quería pagar un taxi, pensaba que quizás podría ir yo mismo andando. Él se echó a reír, estaba demasiado lejos. Subí, junto a tres o cuatro personas más. Al llegar a la estación cada uno le dio un par de euros al conductor. Debía esperar otras cuatro horas para coger el autocar a Olimpia. Comí algo en el bar de la estación. Apenas había asientos y sí muchos autocares con el motor encendido que parecían no salir nunca. Salí de la estación. Desde la cierta distancia en la que ésta se hallaba, Trípoli parecía tan sólo una pequeño enclave provinciano, sin mayor atractivo. Me sentía cansado. Consulté la guía y ésta no me animó demasiado a recorrer los dos kilómetros hasta ella. Lo mejor sería buscar algún sitio cercano, algo apartado, en el que esperar y descansar. Alrededor de la estación, tan sólo había solares sin un uso definido. Al final de uno de ellos, junto al muro que lo separaba de la vía férrea, se alzaba una solitaria encina. Su sombra me pareció el único lugar en el que podría relajarme. Bajé un pequeño terraplén, atravesé unos metros de campos arados y llegué bajo el árbol. Apoyé la mochila en su tronco. Saqué mi toalla y sobre ella me estiré. Respiré profunda y suavemente. En el cielo, los cúmulos resbalan en el azul. Saqué el libro de Kazantzakis. Leí algunas páginas. Pero estaba demasiado cansado para concentrarme en ellas. Lo dejé en el suelo. Junté mis manos sobre el ombligo. Volví a respirar. Miré de nuevo al cielo y me dormí. Al cabo, me desperté súbitamente. Había dormido tres horas. Aún quedaba una de espera. Me sentía mucho mejor. Mi cuerpo se había relajado. Me incorporé e hice algunos estiramientos para espabilarme. Cogí de nuevo el libro y esta vez sí, leí un rato antes de volver a la estación.









Morea VI




Abandonábamos Trípoli. El verde había dado paso, en esta zona central de la Meseta, al ocre de los campos de cereales y los pastos secos en la canícula estival. Atravesando la tierra de los antiguos Pelasgos, pueblo de pastores que resistió el empuje de la poderosa Esparta, tejiendo una red de alianzas tribales. Su centro recayó en Megalópolis, situada al suroeste de Trípoli, cuyos ritos al dios Pan serían incorporados y adaptados más tarde, en las Bacantes atenienses. Circulábamos hacia el noroeste, hacia la prefactura de la Élide. Al fondo, nos esperaban las montañas que la separaban de la Arcadia. No tardamos en internarnos en ellas. La carretera se fue tornando más sinuosa.  Avanzaba la tarde.  El sol iniciaba su declive. Ensalzando la belleza de aquellos parajes. Como en una sinfonía de matices, entre las cumbres y los valles, entre el espacio y el vacío de luz y sombras. Liberando a las formas cualquier agresividad. Paramos para el cambio de conductores. Nos anunciaron que nos detendríamos durante quince minutos. Algunos bajamos a estirar las piernas y a respirar un poco de aire fresco. Flotaba el olor a tierra mojada por las lluvias de días atrás. Inspiré con fuerza aquel aroma a pino y romero, a encina y alcornoque. A bosque mediterráneo. Reprendimos la marcha. Ya no volvería a haber descanso alguno hasta Olimpia. Sin embargo, el camino fue largo. Tardamos más horas de las que yo había supuesto. Dimos un amplio rodeo, parando en pequeños pueblos. Algunos paralelos a la carretera, otros escondidos junto a barrancos pedregosos y a los que tan sólo era posible acceder a través de estrechos puentes de piedra.
Miré a través de la ventana. En la oscuridad, flotaban las escasas las luces de las lejanas aldeas. Sobre las que reinaban, inmaculadas, las estrellas. Me pareció estar en Planetario de algún museo, donde te enseñan cómo deberían verse las estrellas, de no ser ahogado su brillo por la contaminación de la ciudad. Aunque no tenía demasiada idea, intenté reconocer algunas. La Estrella Polar, la Osa Mayor, la Osa Menor, Escorpión, el Arco… y poco más. Pasé largo rato contemplándolas. Las curvas que el autocar trazaba iban cambiando el plano celeste, permitiéndome observarlas desde diferentes ángulos. Feliz de poder disfrutarlas, en la noche infinita. Al fin, llegamos a Olimpia. Cansado por tantas horas de trayecto, me senté un rato junto a mi mochila en uno de los bancos de la parada antes de internarme en el pueblo y buscar alguna pensión. En la entrada a la villa había una plaza, tras ella se extendía la calle principal. La recorrí un rato. Repleta de tiendas y bares que continuaban abiertos. Casi todas eran tiendas de souvenir, con las típicas imitaciones de vasijas y ornamentación clásica. Sin embargo, también había algunas pequeñas librerías. Entré en una de ellas. Anduve un rato mirando y ojeando algunos libros.

Morea VII


En el año 393 de nuestra era se celebraron los últimos Juegos en Olimpia. Teodosio I, tildándolos de paganos y de amenaza para el Cristianismo, los prohibió. Dos años más tarde una oleada de hordas godas saqueó la ciudad. Y, en 408, Teodosio II y Honorio ordenarían el cierre y la destrucción de los templos y recintos sagrados. A pesar de todo, el Templo de Zeus, en pie desde el s. V a.C. por obra del arquitecto Libón de Élide, que pasaba por ser el mayor del Peloponeso, resistió durante varios siglos hasta que dos temblores de tierra lo derrumbaron. Reconstruido en parte, hoy su cella carece de la legendaria estatua del dios. Esculpida por Fidias quien, tras ser condenado al ostracismo por la Asamblea ateniense, pasó el resto de sus días en Olimpia. De marfil, oro, ébano y piedras preciosas, según Pausanias de Lidia, representaba al dios sentado en su trono con el Rayo, símbolo de su poder supremo, en la mano derecha. Ocupaba doce de los veinte metros de altura de la bóveda y era considerada una de las Siete Maravillas del Mundo antiguo. Fijando en el imaginario colectivo heleno, la imagen arquetípica del rey de los dioses homéricos. En aquel 393, Teodosio I aprovechó la clausura de los Juegos para requisar la estatua y llevarla a Constantinopla, donde aseguran que fue pasto de las llamas.

Bajo la sombra de un árbol cercano, sobre los restos semienterrados de alguna de las antiguas columnas del templo, me senté a echar un trago de agua. Había estado recorriendo el recinto durante varias horas a pleno sol y necesitaba descansar un rato. Por las calles que separaban los diferentes recintos pasaban gran cantidad de turistas, junto a  ruinas esparcidas alrededor de los edificios conservados o reconstruidos tras siglos de agresiones, terremotos y olvido. Se hacía necesario un esfuerzo para proyectarse más allá de las grises piedras e imaginar cómo debería ser todo aquello en sus buenas épocas. Lo cierto es que habían sido diversas los momentos históricos en los que se amplió el santuario. Los indicios más antiguos de los que se tiene constancia, señalan que Olimpia era ya un importante centro social y religioso alrededor del 776 a.C, en época arcaica. De ésta data el más antiguo de sus templos, dedicado a Hera, cercano al Stadio, representante el esplendor clásico del siglo V. Un segundo momento de esplendor tuvo lugar bajo el dominio macedonio, alrededor del s. III a.C. Se construyeron la Palestra y el Gimnasio, centros de alojamiento y entrenamiento para los atletas. Finalmente, bajo Roma, a pesar de la pérdida de importancia como gran centro religioso, Olimpia se enriqueció con las inversiones imperiales. Da buena muestra de ello los restos del palacio que Nerón se mandó construir y en los que seguramente celebraría sus autoproclamados triunfos en la Olimpiada del 67 d.C. Tras los avatares finales del Mundo Antiguo, Olimpia se vería envuelta por el humo del olvido. Hasta que en 1870, en plena orgía colonialista, una expedición arqueológica alemana descubriera los restos casi intactos del Hermes de Praxíteles. Desempolvando así las viejas piedras para un nuevo mundo. Alemán es también, pues tuvo lugar por primera vez en la Olimpiada berlinesa de 1936, el moderno ritual de encender la llama olímpica en el altar de Zeus y su periplo hasta la sede de los Juegos. Curiosamente, en Barcelona, aquel mismo verano del 36 iba a celebrarse los Olimpiadas Populares, como respuesta al régimen nazi y al auge de la corriente fascista en Europa. Sin embargo, el estallido de la Guerra Civil dio al traste con ellas.

Morea VIII



Los antiguos atletas accedían al Estadio a través de la Cripta, un pasadizo embovedado del que hoy resta sólo el restaurado umbral exterior. Volviendo a echar mano de la imaginación, me interné en aquella oscuridad. Oí la respiración nerviosa del resto de competidores, tratando de calmar la propia y, al poco, tras la orden que nos requería, tardaría unos instantes en acostumbrarme al súbito destello envuelto por el rugido de las diez mil voces que nos observaban. Sin embargo, no era más que uno entre las decenas de turistas que allí se encontraban. Y como ellos, no pude resistir la tentación de echar una carrera en la arena olímpica, dando una vuelta a la pista, esprintando al final y alzando los brazos cual acreedor de la corona de laurel. Después, subí a la rampa de césped donde se situaban los espectadores e hice algunas fotos. Los niños corrían, juntos a sus padres y éstos les dejaban ganar. Excepto uno que, al final, aceleró y dejó a su hijo atrás. El niño, ofendido y herido en su orgullo, se puso a llorar, inconsolable hasta que consiguió repetir la carrera y esta vez sí, hacerse proclamar vencedor. Emulando así, a su manera y sin saberlo, al Nerón de aquel 67 d.C. No obstante ¿Qué era, más allá del nombre y las piedras, lo que me atraía de aquel lugar?

 

Los santuarios panahelénicos sintetizaban el vínculo cultural y social entre las diferentes poblaciones de lo que ellos mismos llamaban la Hélade. No hubo, a pesar de Micenas y hasta el dominio macedonio y más tarde romano, un poder político homogéneo que tejiera nada parecido a un Estado único en todo el aquel territorio alrededor del Egeo. Continuas disputas por el poder, la influencia y proyección comercial sembraron sempiternas rivalidades entre los habitantes de sus diferentes y más importantes ciudades estado. Sin embargo, esto no impidió la creación de una identidad colectiva. La Hélade fue la cristalización de esa identificación cultural, religiosa, geográfica y física en la conciencia de los habitantes de esa parte del mundo. De alguna manera, esa identidad se ha perpetuado en los lugares como éste. Es posible percibirlo. Sentirlo. Se respira. No importa que seas uno entre cientos de turistas, si eres capaz de mirar con los ojos adecuados, puedes captarlo. Estos lugares poseen una energía especial. La energía de toda una civilización. Confiada al custodio de sus páramos, de sus rocas, de su tierra, de un espacio de luz determinado, de un aroma. Está ahí, palpitante. Aunque no es obvia, reta al observador a descifrarla. A descifrar que hay algo a descrifar. Es exigente. Es por eso que yo amo esta tierra. No es sólo el espacio físico. Es una patria espiritual. Yo siempre seré griego.





viernes, 21 de mayo de 2010

Play it again, Sam




Hubo un tiempo en el que las cosas pasaban sin que reparasemos en ellas. En el que no las percibíamos como una sucesión de momentos. En el que cada situación, lo era por sí misma, sin necesidad de referencias que la justificasen. Fueron los días de nuestra primera juventud. Un tiempo en el que la adolescencia, pugnaba por sacudirse los últimos restos de una infancia aún cercana, mientras, en compañía de otros, buscaba su propia identidad.
Aquellos años, son hoy protagonistas de las conversaciones en nuestros escasos encuentros. En ellos, solemos rememorar anécdotas mil veces recordadas, situaciones y lugares mil veces visitados. Y es que, tirando del hilo del recuerdo, damos con el cruce de los mil caminos, por los que la vida y el carácter nos hacen transitar.  Sin embargo, no siempre fue así. Cuando llegó el momento en el que cada quien necesitaba de otras voces, de otros ámbitos y las situaciones de un pasado muy reciente, comenzaban a ser moneda de cambio, recordar era admitir la distancia incómoda que, entre nosotros, se iba generando. El pasado parecía no ser ya el que era. Y para el futuro, dejábamos de contar los unos con los otros. Era el tedio de saber que, entre nosotros, ya no era posible y la angustia de ignorar hacia dónde dirigir nuestros pasos. Y es que, como al aprendiz que se inicia en el camino del zen, y al que las montañas ya no le parecen montañas, ni los ríos le parecen ya ríos, antes nosotros, la realidad parecía desvanecerse, como el humo que se escapa entre los dedos.
Afortunadamente, al igual que para el aprendiz de la fábula oriental, el tiempo no ha pasado en vano y hoy, somos un poco más sabios. Así, las montañas vuelven a parecerse a sí mismas y los ríos vuelven a ser lo que siempre fueron. Seguramente por eso, volver a recordar las anécdotas de siempre, no sea ya la estrategia torpe de quienes no tienen nada nuevo que decirse, sino la manera en la que, tázitamente, sin necesidad de buscar nuevos argumentos, unos viejos amigos celebran que lo son. Que lo son, sin la necesidad que la cotidianidad reclama, sino con la familiaridad de los antiguos camaradas, charlando alegres en la popa, mientras el universo se expande y las estrellas palpitan en el cielo oscuro.



martes, 4 de mayo de 2010


Pues sí, parecía que aquello no iba conmigo. Parecía tan lejano, casi irreal. Pero, amigos y amigas, el paso del tiempo es inexorable. Y ya es oficial, acabo de ingresar en el selecto club de quienes caminan con paso firma a través de... vamos, que ja en tinc trenta!! ¿Por qué?

domingo, 2 de mayo de 2010

Flor de Mayo




A la sombra de la Pedrera, en la esquina entre Provença y Pau Clarís, hay una moderna vinoteca. Ésta ocupa el local en el que, en tiempos, trabajé como el chico de los recados de un viejo colmado. Flor de Mayo se llamaba. Lo regentaban dos hermanas, la Montserrat i l’Angelina. Eran como dos gotas de agua, de diferente manantial. Físicamente no se parecían en nada. Siempre estaban discutiendo. Una, se mostraba desconfiada y fría conmigo, era el poli malo. La otra, parecía más cercana y cálida, ai Montserrat, deixa el nen que treballi tranquil, el poli bueno. Yo sabía que siempre me estaban poniendo a prueba. Dejaban dulces de chocolate olvidados, para ver si los cogía. Me mandaban a organizar las existencias de refrescos en las neveras, luego las veía acercarse, disimuladamente, a ver si faltaba alguno. En un principio, mi trabajo consistía, básicamente, en llevar agua y comida, a oficinas y pisos cercanos. Uno tras otro, apilaba los encargos en mi carrito de reparto, preguntaba dónde debía ir y escuchaba los consejos de Monsterrat, no t’oblidis del canvi, vigila amb la senyora I, ja saps que ni li agrada que… Poco a poco, fui familiarizándome con la clientela habitual. Un oscuro bufete de abogados, en el que me recibía la fría voz de la secretaria, reteniéndome en una sala de espera, en la que nunca coincidí con ningún cliente. Un amplio piso, reconvertido en estudio, para una firma de diseño gráfico. Allí nadie parecía reparar en mi existencia y debía, si no quería pasarme toda la mañana como un objeto invisible del mobiliario, reclamar la atención para que alguien me dijera dónde dejar las cosas y me pagara. Una tienda de ropa femenina, al otro lado del Passeig de Gràcia, con su gran luminoso rojo, casi siempre cubierto por el andamiaje de una fachada, en continua restauración. De entre todas las oficinas, mi favorita siempre fue la de una aseguradora, situada en Mallorca, cerca de la esquina con Bruc. Allí siempre fui bien recibido. No sé muy bien por qué, los empleados me trataban con cariño, saludándome efusivamente cuando entraba. Incluso el jefe, cuando aparecía, solía acercarse a darme los buenos días y a preguntarme por el trabajo. Lo curioso es que, en todo el tiempo que pasé hiendo a aquel lugar, en todas las conversaciones que mantuve con los empleados, e incluso algún cliente, nunca nadie me preguntó por mi nombre. Eso sí, en ningún otro sitio me daban propinas tan generosas.

De vez en cuando, debía ir a locales alejados del circuito habitual, aquellos lugares, a veces resultaban ser oportunidades de salir de la rutina y de conquistar instantes de libertad en la vorágine cotidiana. En uno de aquellos días bajé hasta València, debía atender al reparto en la Fundació Francisco Godia, la cual me era completamente desconocida por aquel entonces. Más tarde averigüé que llevaba poco tiempo abierta al público. Debía entregar un par de cajas con botellas de agua. Recuerdo que las dejé junto al mostrador de la entrada. Mientras el recepcionista firmaba el albarán, miré hacia el interior, en lo que parecía ser una sala de exposiciones. Allí, junto al umbral de la puerta, veía la figura de un cristo en la cruz, de firma inconfundiblemente medieval. Pregunté al recepcionista sobre la exposición y éste, acercándome un folleto, me informó sobre su contenido. Se trataba de una exposición temporal sobre arte románico y gótico. Era temprano. La galería aún tardaría un rato en abrir sus puertas al público. Miré al recepcionista. Le pregunté si me permitía entrar en la exposición. Echar un vistazo gratis. Me miró con un alo de aprensión incómoda, quizás preguntándose cómo era posible que un repartidor de agua se interesara por el arte. Finalmente, me permitió pasar. Anduve, un rato, contemplando en soledad aquella exposición. Con el eco de mis pasos frente a la hierática expresión de aquellos rostros. Al cabo salí a la calle, el sol de la mañana ya se alzaba sobre los edificios, sobre la silueta de los plátanos, junto a la que volaban, raudas, las palomas.

Con el tiempo, la Monterrat i l’Angelina, fueron confiando en mí. Así, se fue ampliando el abanico de mis funciones. Un día, me mandaban a la delegación de Hacienda, en Aragó con Granados, otro me enviaban a ingresar dinero al banco. Aquellas expediciones, a lugares en los que me retenían más tiempo de lo normal, eran la excusa perfecta para que las horas pasaran, y yo me librara de acarrear con el peso de los encargos. A ellas parecía no importarles. De hecho, con el tiempo, la distancia entre encargo y encargo, entre entrega y entrega, era cada vez mayor. Y yo, me pasaba el día estirando los minutos en mandados personales, que poco tenían que ver con las funciones de un repartidor. Un buen día comprendí por qué. Aquella mañana llegué algo apurado de tiempo, como siempre. La Monterrat i l’Angelina, me esperaban, como siempre, en el local. Sin embargo, esta vez fue diferente. No andaban discutiendo, como solían hacer, sobre los precios que deberían corregir en este o en aquel producto. Ni siquiera, quejándose de este o aquel achaque que la edad no perdona. Me sorprendió verlas sentadas, junto al mostrador. Y me sorprendió aún más, que Angelina, sostuviera entre sus brazos al rechoncho gato castrado, que siempre andaba por la tienda, y al que nunca logré acercarme. Ambas me miraron, con una mirada diferente a la normal. Avui no aniràs enlloc noi, Monterrat nunca me llamó por mi nombre. Por qué pregunté. Ambas hermanas me sonrieron. Esta vez, con una sonrisa franca, incluso familiar. Se incorporaron y fueron a buscar unas bolsas. En ellas, había todo un resumen de los productos del colmado. Desde frutos secos a moscatell, de dulces a embutido. Todo aquello que yo había estado llevando de un sitio a otro, me lo entregaban ahora ellas a mí. En aquel momento, me pareció que me habían regalado lo que tenían más a mano, algo de lo que, de todos modos, se iban desprender. Hoy sé que no fue así. Lo que la Montserrat i l’Angelina me estaban haciendo, era regalarme una despedida, en la que me hacían partícipe de una historia que tocaba a su fin. Flor de Mayo iba a cerrar sus puertas. Ellas ya estaban demasiado cansadas, me dijeron, y una franquicia de tiendas de vino, les había hecho una buena oferta por el local. Habían decidido que era hora de retirarse. Eran ya muchos, más de medio siglo, los años que llevaban en aquel local. Nadie iba a continuar en él, sus hijos vivían fuera, tenían sus vidas y no les interesaba encargarse de una vieja tienda, que apenas resultaba rentable frente a las grandes cadenas de supermercados. No tenía sentido continuar en ella, ellas ya tenían lo suficiente como para vivir en su retiro, así que era el momento de plegar ales.

Fui el único testigo del final del Flor de Mayor. El único que las vio bajar la persiana por última vez y, por última vez, echar la llave en la cerradura. Ahora sé que viví un minúsculo instante de la historia de Barcelona, de las vidas de aquellos que fueron Barcelona y que entonces, daban paso a otros, a otra ciudad. Un minúsculo detalle del cambio de los tiempos. La Monterrat y l’Angelina lo sabían, y su regalo fue el hacerme parte de aquel momento, testigo privilegiado del hilo secreto de la vida.

sábado, 1 de mayo de 2010

Amigo para Siempre


Hace algunos días, los medios se hacían eco de la ceremonia civil que, en honor de Juan Antonio Samaranch, tenía lugar en el Palau de la Generalitat, tras su muerte. En los diversos cortes que se nos ofrecían, destacaban las muestras de afecto por la labor y la personalidad del ex presidente del Comité Olímpico Internacional. Entre ellos, el de su hija, que nos hablaba sobre una de las canciones que habían sonado en la ceremonia. Amigos para siempre, la favorita, según nos decía, de su padre.
Dejando a un lado el discutible atractivo musical de la pieza, no deja de ser curioso que esta canción sea la elegida por el sr. Samaranch, para ser recordado. Que la sitúe, no ya como una canción que le gusta sino, lo que resulta difícil de creer, como su favorita. Debe haber algo más, entorno a esta canción, que le haga apreciarla tanto. Todos recordamos como Amigos para siempre fue el himno de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y éstos, el gran hito de la historia olímpica de Samaranch. La consumación del gran reconocimiento internacional para hombre que recogió el testigo de un Movimiento Olímpico, agonizante tras los Juegos de Mocú '80, y lo convirtió en la institución fuerte e influyente que hoy es. De aquél que consiguió superar el rechazo de las élites deportivas anglosajonas y llevó los Juegos a su ciudad. De él que, instaurado ya en el panteón de los aurigas sagrados del olimpismo, hiciera uso de su gran influencia para casi conseguir que Madrid albergara los Juegos que, finalmente, se llevaría Río.
Sin embargo, esta explicación no satisface toda nuestra curiosidad sobre la relación de Samaranch con Amigos para siempre. Tal vez la respuesta la encontremos viajando atrás en el tiempo. 1975, muerto Franco, Juan Antonio Samaranch, presidente de la Diputación Provincial de Barcelona, concede una entrevista a RNE. En ella, alaba las virtudes del Régimen como garante de la prosperidad.


1977, Samaranch es abucheado en la Plaça Sant Jordi por una multitud de ciudadanos que gritan que se vaya. Tiene que ser escoltado por varios guardias de seguridad. Muerto Franco y, con las aguas confusas de una transición en ciernes, Samaranch es destinado, como embajador, a la URSS y Mongolia. Desde el Este, granjearía la red de apoyos necesarios para, en 1980, ser nombrado presidente del COI, del que formaba parte desde 1966. Desvinculado, de manera directa, de la política española. Samaranch se dedicará en los años posteriores a granjearse las amistades necesarias, para ser renombrado en el cargo en 1989, 1993 y 1997, hasta su cese, en 2000. Durante todo ese tiempo, Samaranch pudo tejer una inmensa red de influencias, basadas en la solidez financiera (sustentada por patrocinadores y televisiones) de un COI, del que era máximo exponente. Y principal acreedor de unos fondos, en contaste ascenso, que le permitirían mantener el control sobre las decisiones del comite y sus miembros. El éxito de los Juego de Barcelona 92, suponen para Samaranch el reconocimiento internacional definitivo a su gestión del COI. Pero, bajo los fastos de la gran fiesta deportiva y mediática, los Juegos representan un éxito aún mayor para Samaranch. El reconocimiento de una sociedad, que hace borrón y cuenta nueva, premiándole con la absolución total de su pasado. Reconciliándose ambos, Cataluña y él, como Amigos para siempre.
Ése es el gran éxito de Samaranch. Y ése es, quizás, el gran fracaso de una sociedad que cree que para afrontar su presente, para construir su futuro, lo mejor que puede hacer es finjir olvidar, anestesiar su pasado. Desde el observatorio crítico de medios de comunicaciones, Media.cat, el informe "Els mitjans catalans justifiquen la militància franquista de Samaranch", revela que de los 123 artículos publicados sobre la muerte del expresidente olímpico, sólo 39 hacen alguna referencia a su pasado franquista. Dicho informe, afirma que, tanto los medio escritos como TV3, han silenciado los escándalos de corrupción en su etapa al frente del COI. El informe, afirma que el trato de la figura de Samaranch ha sido totalmente acrítico y acusa a los medios práctica irresponsable. Y denuncia que "la mort de Samaranch ha estat per als grans mitjans de comunicació un exercici col·lectiu de desmemòria, i en alguns casos, de manipulació directa de la història". Evidenciando el poco espíritu crítico y seguidismo de las líneas marcadas por el poder político y económico.






La Ciudad de los Prodigios

Los primeros cortos de Almodóvar se estrenaban en Barcelona. Alaska y quienes luego serían cabeza visible del despertar cultural madrileño, con la Movida, iban a Las Ramblas y al Barrio Gótico a empaparse del arte underground de Ocaña y Nazario. Adolescentes, abrazaban las corrientes punk y rocker, filtrada a través de los discos piratas. De la mano de Gay Mercader, los grandes de la psicodelia daban rienda suelta a los sueños enteogénicos y transpersonales, de la música progresiva laietana. El crecimiento del extrarradio y sus carencias, las reivindicaciones sindicales, las organizaciones, las asambleas asaltadas por grises a caballo. La Nova Cançò de Setse Jutges, el Nou Teatre de Joglars y Comediants. Toda una pléyade escritores, de García Márquez a Ana Mª Moix, de Gimferrer a Gil de Biedma, se daban cita en la ciudad más importante de las letras latinas. Barcelona atrajo a todo el mundo. En busca de algo mejor, de una oportunidad, de una libertad impensable en otros lugares.

En la Barcelona de los setenta, volvían a hervir movimientos libertarios, de los que ésta siempre fue cuna. Qué fue del legado de aquella generación, que bajo la sombra negra de un régimen que, por fin, parecía extinguirse, corría tras las cortinas, en busca de un nuevo amanecer. Barcelona parecía albergar la posibilidad, reprimida y postergada, de una sociedad distinta.



Por qué entonces, nos cuesta tanto organizar la información sobre aquellos días. Por qué nos resulta tan difícial hacernos una idea clara, de cómo fueron y de por qué, la historia, nuestra historia, parece haber construido una explicación demasiado lineal, una noción sospechosamente edulcorada. Para aquellos que no disponemos de un conocimiento directo y que debemos, buscando entre los retazos sueltos del lienzo, reconstruir el cuadro.







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