Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







lunes, 25 de abril de 2011

Maneras de Vivir


Como una flor nacida en el desierto, regada con el agua esquiva de las rocas. Como un caminante solitario que encuentra una casa en la que contar su historia. Como un beso en mitad de una calle ajetreada. Como el abrazo sincero de quien te quiere bien, sin pretender, sin competir, sin demostrar, sin coaccionar, ni obligar, ni demostrar, ni engañar, sólo amor, sólo cariño y verdad. Como una cascada cayendo en mitad de la jungla, entre las sombras y el verde de los árboles. Como un colibrí robándole a una flor parte de su esencia. Como una caricia de amor. Como un relámpago de fuego en mitad de la nada. Como un disparo de nieve a la estupidez y el miedo. Como la verdad cuando rompe las cadenas del tiempo. Como la mano de un amigo cuando el tiempo se vuelve oscuro. Como el abrazo de una mujer que te ama sin límites. Como la sonrisa que encuentras en el espejo. Como un arrollo de lluvia primaveral. Como la sombra del cielo, tras la silueta de un águila. Como el aullido del lobo de vuelta en Sierra Morena. Como voces en el bosque del olvido. Como un viaje a Italia, como el viaje a Grecia. Como el estallido de una estrella en mitad de la noche. Como las palmas coreando la melodía de una vieja canción de cantina. Como las palabras que nombran la verdad de la vida. Como la sinceridad de un hombre sincero. Como la verdad de un momento verdadero. Como las huellas que recorren el camino. Como una playa desnuda. Como los ojos de una gata cuando llegas a casa. Como el vuelo de una mariposa entre las flores. Como un caballo cabalgando al sol de la tarde. Como la luz escondiéndose tras la silueta de la montaña. Como la campana en el cuello de una cabra de Creta. Como una cala secreta en un Mediterráneo de otro tiempo. Como un barco en busca del Holandés Errante. Como la América libre de saqueadores. Como el Amazonas y el Nilo dándose la mano, como hermanos. Como una ballena saltando en el Mar de Las Calmas. Como el Teide nevado, reinando en las nubes. Como los fondos de una cueva marina. Como una isla pequeña en mitad del océano. Como una flor nacida en el desierto. Cuando las sombras de la incertidumbre amenacen con sus colmillos oscuros, no pienses que siempre estarás triste, si no te ves sonreír, a veces es sólo despiste, son maneras de vivir. 


Con las Primeras Nubes de Septiembre




Entre los pinos del valle miraba las primeras nubes de septiembre, pronto cambiaría el tiempo. El verano se despedía, poco a poco, anunciando las lluvias del otoño. La campaña tocaba a su fin. Un año más, cada quien retomaría su camino. Un año más, cuatro meses habían unido a aquella cuadrilla de personajes tan dispares, tan distintos. Personas que, de otro modo, jamás compartirían más que la conversación de un encuentro ocasional, pasaban juntos la mayor parte  del verano. Recorriendo pistas y senderos, arrancando el sotobosque, durmiendo a la sombra los árboles más frondosos,  viendo pasar las tardes, fatigosas, entre juegos de cartas y retos banales. Acudiendo a apagar conatos de incendios, por quemas de rastrojos, por obras inoportunas, por despistes tontos junto a las suciedad de los cunetas. Aún no lo sabía, pero aquélla sería mi última campaña en isla, algunos meses después, no muchos, me marcharía, de vuelta al continente. Aquella tarde, entre las sombras de los árboles, en el claro del bosque, cada quien dormitaba en silencio, la brisa de las montañas bajaba, lentamente, cubriendo, en una abrazo, las siluetas del valle. Sin saber muy bien por qué empecé a hacer balance de aquellos años. Pensé en mi llegada a la isla, en la impresión de la piedra negra y las flores. Recordé mis primeros pasos, las primeras personas que acudieron a mi encuentro, a quienes me habían ayudado y a quienes habían parecido poner piedras en mi camino y sentí, hacia todos ellos, un cariño cercano a la nostalgia. Tal vez fuera porque, en aquella tarde silenciosa, apenas animada por el canto de los pájaros, decidí que mi etapa en la isla, como aquel verano, se acababa. Fue, seguramente entonces, cuando sentí, de nuevo, la llamada del camino. Cuando supe que, de nuevo, debía disponerme a partir, en busca de otros ámbitos. No era, sin embargo, como otras veces, en las que esa certidumbre se había presentado junto a la urgencia de la huída, no, aquella vez era distinto. Venían a mí imágenes de un pasado apenas acabado de vivir y traían consigo una reconfortante sensación, la del deber cumplido. Había llegado a la isla en busca de algo más que un lugar lejano, había llegado en busca de conocimiento y experiencia, en busca crecimiento y madurez. Y de todo ello, gracias a mi esfuerzo y gracias a lo que aquella isla había tenido a bien hacerme vivir, llevaba guardado en mi maleta. Repasé, con agrado, lo que consideraba los logros de aquellos años. La escuela del valle, los cursos y exámenes. La búsqueda de trabajo, el manejo de unos recursos limitados, que obligaban a agudizar el ingenio para salir adelante. La compleja relación con la gente, el aliento de los amigos y el reto de enemigos, como espejo en el que medir la propia valía. Y todo ello, a través de los parajes de la isla. De sus montañas y sus barrancos, de sus playas y bosques, de sus caminos y sus fuentes secretas de agua clara. Todo ello venía a mi mente, de una manera tan serena, que confieso me sorprendió. Y así, de forma tan sencilla, tan natural, todo cobraba sentido. El esfuerzo, las dudas, las ganas, el coraje, el miedo y el resto de compañeros de viaje, parecían, al fin, unirse, fundirse en un abrazo. Sin estar acostumbrado a esa sensación, temí perderla, sin embargo, supe que la mejor forma de usarla sería compartiéndola. Así que cerré los ojos y, con todas mis ganas, di las gracias a La Palma. Por un instante, vi su rostro sonreír.

La Cuesta


Lo último que oyó fue la voz de su maestro, susurrándole, vete y no mires atrás. Después sólo recuerda el sudor frío y sus pies, corriendo, esquivando obstáculos, adentrándose en caminos, perdiéndose en la noche. Una noche, en la que ya lleva más de veinte años. Veinte años de huída, veinte años de remordimientos, veinte años sin encontrar la salida a la angustia de sentirse culpable. Por eso, haciendo acopio de un valor que le parece ajeno, ha decidido poner punto final al asunto. Sabe que es una causa perdida, que no tiene ninguna posibilidad de salir vivo. Pero también sabe, que pronto, verá aliviado su dolor.
Al menos me iré con algo de la dignidad que perdí aquella noche, se dice. Así que saca el viejo traje del cajón, se enfunda el bong a la espalda y toma la cuesta de la montaña. Mientras el camino gana desnivel, más claramente, siente el peso de la debilidad acumulada todos estos años. Poco a poco, las imágenes de su juventud le vienen a la memoria. Escenas que creía olvidadas vuelven a recuperar la vigencia de aquellos días luminosos y el rostro de su maestro vuelve a reinar claro. Mientras el sudor puebla su rostro, un sudor distinto al de antes, un sudor denso y pesado, de grandes gotas saladas que inundan sus ojos, confundiéndose con las lágrimas. Que le hacen parar, para secarse y mirar los roídos andrajos de lo que, en tiempos, fue un traje. Las sombras de la tarde caen con el agua, entre las altas rocas. Las zapatillas de cuero, resbalan en la piedra oscura, dando con sus rodillas en el suelo. Un hilo de roja sangre, recorre su delgada pierna, cayendo en la hierba húmeda. Él piensa en lo ágil que era, en aquel entonces, cuando correr entre los árboles, era tan fácil como deslizarse entre ropa limpia, recién lavada. Y ahora, ya ves, apenas si puede arrastrase montaña arriba. Vuelve a subirse el cuello del traje que, desgastado, ha vuelto a abrirse demasiado hasta casi caer por su hombro. Y sigue, hacia arriba. Alguna vez le dijo su maestro que pensaba demasiado, que debía ordenar su mente, simplificarla, que sólo así conseguiría dominar los ataques de incertidumbre que le asaltaban. Y maldice la sombra que se cruzó en su camino, abocando aquel destello de luz a la oscuridad. Una oscuridad en la que lleva demasiado tiempo, una oscuridad en la que todo parece haber perdido su sentido y en la que, ni siquiera las respuestas pueden recuperarlo, pues han dejado de perseguir ninguna pregunta. Fue tan sólo un instante, pero suficiente para no volver a perdonarse. Fue tan sólo un instante, pero suficiente para renunciar al valor que hubiera podido salvarle. Mientras sube, más y más, mientras el aire se carga de esa extraña pesadez, en la que cuesta respirarlo, con las siluetas de la noche a su alrededor, consigue, al fin, llegar a la cima. Se para, un instante, y observa el vacío entre sus pies y la aldea, allá abajo, en la falda de las rocas. Saca el bong de su funda y de, rodillas, estira sus brazos, con el arma sostenida, rígidamente, en su mano. Al principio intenta recordar los movimientos, pensando en las tardes con su maestro, en el patio, mientras éste le indica cómo debe colocar sus pies, cómo situar su hombros y flexionar sus piernas, como no mirar lo que hace, sino sentirlo. Hasta que, casi sin darse cuenta, deja de verse entonces y se ve ahora, moviendo, de nuevo, sus muñecas, cada vez más rápido. Volviendo a sentir la seguridad de dominar sus movimientos. Por un momento se siente feliz, como hace tantos años y piensa, tal vez, mañana no deshonre su memoria.

Núbia






Era una sombra diminuta en mitad de la carretera desierta. Era media noche de una noche cualquiera. Me acerqué y la sombra se movió, acercándose a mí con expresión de sumisión. La cogí, mientras lamía mis dedos, vi que era una pequeña perrita. Al tenerla entre mis brazos se quedó quieta, mirándome. En casa le di un poco de jamón y agua. Apoyó su cabecita entre mis manos y cerró los ojos buscando mi protección. La llevé a mi habitación y durmió a mis pies, en la cama. A la mañana siguiente, cuando mi hermano la vio, gritó anunciando que había un perro en casa. Mi padre sonrió al verla y mi madre, en seguida, lamentó que la hubiera traído. Qué iba a hacer ahora, me dijo, ella no quería animales en casa. Mi padre se fue a trabajar, mi hermano con sus amigos y mi madre a comprar. A mí me tocaba deshacerme de la perrita, dejarla en alguna esquina y olvidarme de ella. Estúpidamente obedecí. Un par de calles más allá gesticulé, estirando los brazos y alzando la voz para asustarla, intentando que se fuera, mientras ella me miraba confusa. Volví a casa y encendí la tele, cambié convulsamente de canal mientras me consumían los remordimientos por lo que acababa de hacer. El tiempo pasaba, arrastrándose como una cuchilla en mi estómago. Al fin, desesperado, me levanté del sofá y salí a buscarla. Con miedo de no verla, de que se hubiera alejado, perdida, entre las calles, la busqué. Cuando la vi, persiguiendo a alguien, corrí a su encuentro, la cogí, la abracé y la llevé de nuevo a casa, aliviado. Esperaría que a mi madre llegara, intentando trazar un plan adecuado para convencerla. Sin acertar a elaborar un discurso que me hiciera sentir seguro respecto a mis intenciones, miré a la perrita, que descansaba sobre mis piernas en el sofá. La acaricié, ella alzó los ojos, mirándome. Comprendí que la respuesta a mis dudas estaba ahí, en esa mirada, en la familiaridad de sus gestos. No había que elaborar complejas estrategias de persuasión, sólo dejar que los demás vieran lo que yo veía y esperar que todo siguiera su curso, confiando en lo que sentía.
Cuando mi madre llegó, miró decepcionada al animal, dejó las bolsas de la compra sobre el mármol de la cocina, y antes de ir a cambiarse de ropa me dijo, cuanto más te encariñes con ella peor, no nos la vamos a quedar. Al rato llegaron mi padre y mi hermano. Las negociaciones no discurrieron tal y como yo deseaba, no hubo un debate alrededor de la mesa. Sin embargo, fue mucho mejor así. Mi madre siguió negándose, mi hermano pasaba del tema y mi padre, a quien la idea no acababa de disgustarle, no se posicionaba. Muy bien, pensé, si no queréis hablar del tema, yo decidiré por todos, la perra se queda. Me acerqué a mi madre, y muy serio le dije, si esta perra ha aparecido será por algo. Vamos a quedárnosla. Ella no pareció impresionada por mi determinación, pero yo no estaba dispuesto a ceder. Y quién va ocuparse de ella, preguntó suspicaz, ¿tú?, ¿sabes lo que significa tener un animal? Sí, contesté, sé lo que significa y yo me encargaré. Ella sonrió, sarcástica, como única respuesta. Y ahí acabó todo, para mi sorpresa. Muy bien, dijo, vamos a hacer lo siguiente. Vas a ir al veterinario de la plaza, mirarás si tiene el chip puesto con sus datos, por si hay que hay de devolvérsela a sus dueños. Si no lo tiene, le darás nuestro teléfono, por si alguien la reclama. Recuerdo la alegría que sentí cuando comprobamos que no tenía chip alguno, dejé nuestro teléfono en el veterinario, tal y como le había prometido a mi madre y volví a casa.
Han pasado diez años desde entonces, yo he dejado de ser un niño y Núbia es ya una perrita anciana. Hace ya tiempo que vivo lejos de ellos. A lo largo de los años, durante mis visitas, he sentido palpable el paso del tiempo en el rostro Núbia, sin embargo, cada vez que nos vemos, ella vuelve a ser la perrita que una vez encontré en mitad de una calle desierta, en mitad de la noche, y yo vuelvo a sentir la alegría de cogerla entre mis manos, abrazarla y sentirla junto a mí. A veces pienso en que un día se irá y me siento triste, recuerdo nuestro paseos por el campo, sus pasos tras de mí y su lengua jadeante bajo una sombra en verano, en un rostro joven y lleno de luz. Y siento un nudo en el estómago al pensar que esa luz, algún día, se apagará. Sin embargo, cuando pienso en la vida que ha tenido, llena de estímulos y amor, me reconforta pensar que, en aquella ocasión, fui fiel a mi instinto y ayudé a encontrar a un ser maravilloso el hogar que necesitaba.
Una noche la vi en sueños, sobre sus patas traseras, de espaldas a mí, se alejaba en la oscuridad. Se giró, mirándome con esa mirada suya. Fue entonces cuando sentí que estaríamos juntos para siempre.

Dónde se fueron las flores I

Llevaba despierto largo rato. Te deslizaste y tras de mí, la puerta se cerró. Escuché tus pasos alejándose y de nuevo, el silencio. Permanecí inmóvil, con los ojos abiertos, fijos en el tibio destello de la cortina. En la tele anunciaban el extraño suceso acaecido en un pueblo del interior, sin duda todo un acontecimiento en su monotonía. Dejé que hirviera el agua y aboqué en ella el contenido de la bolsa de té. Aquella mañana me esperaba el tedioso trabajo, largamente postergado, de ordenar los papeles. Ya no podía esquivarlo más, junto con las útiles de aseo personal, era todo cuanto me quedaba por guardar, antes de irme. En las escaleras me crucé con una vecina, evitando mirar la mochila que colgaba de mis hombros, me saludó como si de un día cualquiera se tratara. En la calle, me sorprendió el sol de primavera y mis párpados se entornaron para frenar la invasión de luz. Guardé las cosas en el maletero y me senté frente al volante. Abroché el cinturón, pero no tuve valor para girar la llave en el contacto. No, todavía no podía. Me quedé sentando. La vida de la calle, en la que tan poco me había fijado hasta aquel momento, pasaba frente al cristal manchado del coche. En la puerta de la floristería, la dependienta fumaba junto a una vecina. Se tocaban los brazos, como si alguna hubiese explicado algo graciosa de lo que ahora ambas se reían. Un hombre mayor caminaba a su lado, con la mirada perdida en el algún punto al final las casas. Sus pequeños ojos parecían esconderse bajo la sombra gris de su gorra. Tras el coche, aparcó un camión de reparto, del que se bajó un joven ataviado con un mono marrón. Con gesto enérgico sacó un par de cajas de cerveza y entró en el bar. Un instante después salió y de un salto volvió a subirse al camión. A media mañana, el aparcamiento, al otro lado de la calle, estaba casi lleno. Empleados del supermercado, trabajadores del cercano ayuntamiento e innumerables personas que acudían para comprar algo. De repente, un rostro conocido me sorprendió. Aquel amigo tuyo que unas semanas antes se instalara en el pueblo. Me encontré con su sonrisa y me asusté. Durante un instante lo miré sin querer verlo, sin reaccionar. Al fin, le devolví la sonrisa. Se acercó al coche. Bajé la ventanilla y apreté su mano. No sabía ni qué decirle. Tan sólo quería, con angustia, que se fuera, para volver a mi soledad.
De la bolsa que había colocado en el asiento vacío, saqué la agenda que tú me diste. Entre las diferentes notas, busqué la de tu cercano cumpleaños. Recuerdo que tan sólo unas semanas antes había estado pensando qué regalarte. Como si me sintiera ajeno al vacío que se instalaba entre nosotros, había estado imaginando planes de cómo te sorprendería, de cómo entraríamos en ese estado de comunión, de comunicación y deseo en el que hacía algún tiempo que no habitábamos. Pero fantasear con eso no me acercaba a ti. Fantasear con los recuerdos de un paraíso de amor, no iba a solucionar los problemas de una relación que se desvanecía, que se desvanecía entre los dedos, sin que yo intentara cerrarlos. Había dejado que te alejaras. En aquel momento, sentado en el asiento del coche, por primera vez, lloré tu pérdida.
Me costó algo salir de la calle a la carretera principal. Paré en la gasolinera. Llené el tanque. Había apalabrado con mi nuevo casero que me instalaría esa misma mañana, pero me incomodaba tener que sacar mis cosas de la mochila. Las prefería seguir guardando en el maletero, como si de aquel modo, no estuvieran realmente en ninguna parte. Eché una última mirada al balcón. Podía ver una esquina de la cristalera, tras la cual se dibujaba la silueta del mueble en el que ahora, tan sólo se guardaban tus discos. El chico de la gasolinera me trajo el cambio. Le di las gracias. Tras de mí, otro coche esperaba.
Anduve siguiendo un rato la guagua que baja a la capital, cuando se paró a recoger a algunos pasajeros, miré ligeramente al conductor que tantas veces me había llevado antes de tener vehículo. Tomé el desvío hacia el aeropuerto, hasta llegar al bar en el club de la playa. No había nadie, los socios solían llegar sobre la hora de comer o media tarde, se sentaban en sus asientos de siempre y se relajaban charlando frente al mar, con una copa en la mano. La única presencia era la del camarero. Era justo lo que yo buscaba. El marco era incomparable. Las solitarias mesas de una terraza y el rumor del oleaje. Me senté en una de ellas. Discretamente apareció la silueta del camarero y tomó nota. Yo no solía beber, ni consideraba posible olvidar pena alguna alzando el codo. Pero pensé que con una botella de vino, quizás podría ahogar la combinación de lástima y asco que sentía por mí mismo. De todos modos no se me ocurría lugar mejor para esconderme. La realidad me parecía demasiado dura, demasiado fría, su peso una carga insoportable. No veía razón para no dejarme llevar, para no dar rienda suelta a la autocompasión.

Dónde se fueron las flores II



Dos pequeños botes blancos surcaban el azul del mar. El contoneo de sus velas al viento despertó en mí una repentina sensación de euforia. De que todo daba igual. De que cerrada una puerta, seguramente, aunque en ese momento no lo sepamos, se nos abre otra. Qué carajo, me dije, a rey muerto rey puesto. O como era el caso, reina. Y si se instala la soledad, bienvenida sea. Por qué razón iba yo a dejarme hundir. No señor, no lo permitiría. Tenía toda la vida por delante. En realidad, todo un abanico de posibilidades se abría ante mis ojos. Todo un océano de estímulos me estaría esperando más allá del gran azul. Sí señor, lo acaba de decidir en ese momento. A la mierda con todo, me iba. Abandonaría la isla. Brindé por ello. ¿No era lo que siempre había anhelado secretamente?  Vagar sin rumbo fijo, sin ataduras. Buscándome la vida como un naufrago del devenir, como un nómada del tiempo. Alcé mi botella, eché un buen trago y sonreí al horizonte.
Me sentí tranquilo, liberado de la angustia de creerme un sin sentido. Con lo que me parecía una beatífica mueca, contemplé de nuevo el mar. Los pequeños botes blancos habían desaparecido y el sol reinaba en su canícula. Empecé a pensar en ti de nuevo. A recordar el día en que nos conocimos. Aquel fin de semana que pasamos acampando en la montaña. Aquella mañana, en la que te vi volver de la charca en la que te habías bañado desnuda. Lo supe porque vi que traías contigo la ropa de la noche, ovillada. Recordé como nos saludamos, sonriéndonos levemente, mientras tú recogías tu húmeda melena. Más tarde, mientras recorríamos el camino de vuelta, mientras ascendíamos hacia los coches, me di cuenta de que te costaba un poco el ritmo del grupo, y me paré a esperarte. Andamos juntos el último trecho del sinuoso sendero. Entonces, mientras lo recordaba, reviví la sensación de familiaridad de aquella tarde. La sensación de cercanía y bienestar a tu lado. Todo un tesoro perdido. Bajé la mirada y contemplé mis piernas sobre aquella silla de madera. Lloré de nuevo. Por impotencia. Una impotencia que se fue tornando rabia. Rabia contra mí mismo, por no haber sabido conservar lo que tenía. Rabia contra el mundo, por haber conspirado para que nuestra historia se contaminara y al fin se rompiera. Hasta llegar a ti. Esforzándome por odiarte a ti también. Por culparte de no haber sido lo generosa que yo hubiera merecido. Por haberme prometido un paraíso del que luego renegaste. Como si de alguna forma me hubieras engañado, quería sentir que tenías una deuda conmigo. Que me habías traicionado. Pero, en el fondo sabía que nada de eso era verdad. No era verdad que no hubieras sido generosa conmigo, no era verdad que no te hubieras esforzado por lo nuestro, no era verdad que no me hubieras amado. No era verdad que no te hubieras entregado a mí. A quién o a qué culpar de todo aquello. La culpa no serviría de nada, de nada serviría una explicación que complaciera la lástima que sentía por mí mismo. De nada serviría echármela a mí. De nada serviría fustigarme por lo mediocre que era a tu lado. Porque eso tampoco era verdad. Entonces, qué era verdad. Dónde estaba. No lo sabía. Pero sin duda, estaba en los pequeños actos del día. En la suma de pequeñas actitudes egoístas, autocomplacientes. En dar rienda suelta a los pequeños demonios de mis complejos e inseguridades. A dejar que fueran nuestros compañeros de viaje, sin ponerles freno. A dejar que minaran nuestra confianza en la vida juntos. Eso explicaba el problema, al menos en parte. Sin duda contemplar cómo uno se empeña en no solucionar lo que sabe que debe solucionar, estaba más cerca de la verdad que sentirse como una víctima del mundo. Sin embargo, de qué nos servía la verdad. Si el mal ya estaba hecho. Si tú ya habías decidido que lo nuestro se había terminado. De qué podía servir pensar, ahora, en aquello en lo que tú me habías insistido tantas veces. Pensar en lo que debería haber hecho y no hice. Al menos para aprender, me dije. Aprender, me pregunté, aprende qué. De qué sirve el aprendizaje si no nos libera de los efectos de nuestra estupidez.
Fue entonces cuando lo decidí. Decidí que tenía que hacer algo. Que no podía quedarme, simplemente, con los brazos cruzados mientras todo se desmoronaba. Que no podía, simplemente, esconderme y dar la espalda a la realidad. Me incorporé casi de un salto. Fue un movimiento demasiado rápido, para el estado de embriaguez en el que yo me encontraba en ese momento. Me sorprendió ver que a mi alrededor, algunas mesas ya habían sido ocupadas. Fui a la barra, el camarero tardó un instante en volver, tan sigiloso como siempre. Le pagué, con una sonrisa de complicidad que seguramente no entendió. Pero a mí me dio igual, ahora tenía un plan. Bueno, realmente no tenía ninguno. Pero sabía que debía ir a buscarte. Debía ir hasta donde tú estabas.
Arranqué el coche y di marcha atrás para abandonar el aparcamiento. No controlé el impulso del coche y noté como chirriaba con algo. Había topado con el guardabarros de uno de los ya numerosos vehículos. Hice un amago de bajarme, pero no lo hice. Comprobé que nadie me había visto y me marché. Mientras ascendía por la carretera paralela a la costa, el viento que resbalaba en la ventaba abierta me ayudaba a mantener la concentración. Tan sólo esperaba que ninguna patrulla de tráfico andara por la zona haciendo controles. No los había visto jamás por aquella zona, supongo que el sentimiento de culpa por conducir bebido, sin costumbre, alimentaba mi sensación de peligro, por suerte. Llegué a la plaza principal tras el ayuntamiento, di la vuelta hacia un pequeño descampado donde aparqué. Caminé de nuevo hacia tu oficina y subí por las escaleras que dan a la plaza. Desde allí, contemplé tu despacho. Tú estabas sentada frente al ordenador, mirando la pantalla, de vez en cuando bajabas la mirada, hacia lo que, seguramente, eran unos papeles con información para tus tareas.
Faltaban algunas horas hasta que tu jornada finalizara. Decidí comprarme un bocadillo y una botella de agua y esperar en las escaleras. Cuando bajaras, qué podría decirte.

martes, 5 de abril de 2011

Juana


Hace más de ochenta años, Juana, mi abuela, nació en un pequeño pueblo de Córdoba, famoso por su cueva y sus murciélagos. Ella no recuerda el año, tal vez nunca lo supo, siempre dice que cuando acabó la Guerra contaba con nueve. Y es que, desde que se fuera al cortijo de un guardia civil, pariente lejano, a trabajar como sirvienta infantil, no ha vuelto a su Zueros. Nadie le enseñó ni a leer, ni a escribir, sin embargo, tiempo después, cuando mi abuelo enviaba desde Alemania, la parte del jornal que no se gastaba en vino, era ella quien, gracias a la ya mítica libretilla, organizaba, a base de palillos, escritos y tachados, las finanzas familiares. Eran tiempos duros, en Luque, muy cerquita de Cabra, donde aquella mujer, sola, cuidaba de sus ocho hijos. Cuatro machos y cuatro hembras, como a Antonio, mi abuelo, le gustaba presumir. Por las noches, Juana apenas podía pegar ojo, pues el miedo a una calle solitaria y sin alumbrado, le impedía abrir las ventanas y liberar la casa del sofoco veraniego, teniendo que pasar las horas, abanicando a los más pequeños, para que se durmieran. Con el tiempo se fueron, como tantos, hacia el norte, a la Barcelona desarrollista de los primeros setenta. Dejaron los campos de olivos, las calles empedradas teñidas de cal, el castillo en lo alto del lomo, y se fueron a un piso cualquiera, en un barrio cualquiera, de un pueblo cualquiera, convertido ya en ciudad dormitorio. A uno de esos bloques altos y sin ascensor, construídos a toda prisa, para albergar una mano de obra barata, que tal vez nadie pensó que pudiera envejecer. Pero envejecieron, y ahora ya son más de ochenta, las primaveras que cuenta Juana. Y hace ya algún tiempo que dejó su piso del barrio. Por necesidad, no por gusto. Porque ya no podía subir los tres pisos, que parecían seis, con sus altos y desiguales escalones. Porque ya ni siquiera puede andar, tras cuatro derrames cerebrarles en menos de dos años. Y es que Juana ya no puede atender los geranios del balcón, que tanto le gustaban, y de los que ya ni se acuerda, no por olvido, sino porque sabe que son las flores de otro tiempo. Y lo acepta, en su sencilla sabiduría, se adapta a las circunstancias que la vida le depara. Y vuelve, tras el atropello súbito de la enfermedad, a recuperar el brillo ocre de su piel y el negro nítido de sus ojos.
Y es que en ellos, a través de esos ojos negros, me parece adentrarme en los destellos, en los conocimientos que no enseñan los libros. En las huellas del camino que debe llevarme a mí mismo. En el bagaje de quienes me precedieron y esperan, de algún modo extraño, que yo desaga entuertos, que enderece velas y lleve luz a lugares, que aunque puede parecerlo, están todo, menos muertos.


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