Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







jueves, 18 de marzo de 2010

Ónfalos







Recuerdo que llegué tarde a la parada de autobuses. El primero de la mañana acababa de salir. El siguiente tardaría algo más de tres horas. Ya no tenía prisa. Sopesé qué hacer durante ese rato. Nada en los alrededores me parecía lo bastante interesante, así que tomé un largo desayuno en una cafetería cercana.
A media mañana subí al autocar que, esta vez sí, me llevaría a mi destino. Mientras abandonábamos la ciudad, rumbo al noreste, Atenas se disgregaba en una conurbación cada vez más difusa. Dando paso, casi sin darse cuenta, a agrestes colinas y campos de olivos, sumidos en el ansioso letargo de la canícula estival.

A mitad de camino, paramos en un bar solitario. Al poner el pie en el suelo, el sol nos recibía con su seco y áspero saludo. Varios de los pasajeros, siguieron al chofer hacia el consuelo de la barra. Otros, nos quedamos vagando entre el porche y la escasa sombra del vehículo. No era aquél un autocar de turistas. Sin embargo, llevaba consigo curiosos viajeros. Me viene a la memoria una extraña pareja. Él, un hombre mayor y menudo, con su traje gastado y las muñecas ennegrecidas de su camisa. Ella, envuelta en un alo de belleza eslava, en sutil decadencia. Al poco reanudaríamos la marcha. Más allá, se insinuaban ya las laderas, entre las que se escondía el objeto de mi secreta peregrinación. Delfos, el Oráculo.

Para llegar hasta allí, aún debíamos atravesar la región de Beocia. Los dominios de la antigua Tebas, de la que hoy apenas quedan rastros. La Tebas actual, poco tiene que ver con aquélla. Tras la derrota persa en Platea de 479 a. C., Tebas se disputaría la hegemonía con Atenas y Esparta. Continuas luchas fratricidas acabarían por debilitar a las polis helenas. Cayendo así, bajo el dominio de Filipo, Rey de los Macedonios. Y de Alejandro, su hijo. Quien mandaría destruir la antigua polis beocia. Tan sólo permitió que quedaran en pie algunos templos y la casa de su admirado Píndaro, el poeta.
En las lomas del Monte Parnaso, Delfos había sido un centro religioso y económico, de sello casi incomparable en todo el Hélade. A sus pies, el macizo se abre dando paso a la Bahía de Corinto y a su puerto natural, Itea. Aquella tarde la contemplaba, desde la terraza de una cafetería estratégicamente situada para atraer al visitante. Había pasado todo el día recorriendo el antiguo recinto sagrado. Había rendido mis respetos a un lugar al que siempre había deseado ir. Lo había disfrutado. En aquel momento, desde aquel balcón, bajo el que el sol resbala, llevándose consigo la luz hacia un mar oscuro, me sentí agradecido por estar allí. Y me dejé llevar por las sensaciones que en mí palpitaban. No en vano es el hogar de las Ninfas.

Regresaría a Atenas, ya de noche. Al día siguiente dejaba la ciudad. Cogería un barco, rumbo a Creta. Rumbo a la Taberna de Manos. (Ver En la Taberna de Manos. Noviembre 2009).

No Direction Home






Josep Pla afirmaba ser un escriptor sense imaginació. Yo siento algo parecido cuando escribo. No parezco buscar la manera de dar vida a mundos nuevos, sino que, una y otra vez, ahondo en la misma capa de mis recuerdos, en busca de los mismos fantasmas. Unos fantasmas, que nunca andan muy lejos y a los que de un modo u otro, al escribir, acabo siempre por tender una mano, por abrirles paso, para bailar con ellos nuestra eterna canción.

Quizás así, aireándolos, sea una manera de restarles fuerza, de cansarlos, para que cuando vuelvan a su oscura cueva, no tengan ganas de seguir llamándome. Al menos, por un tiempo. No lo sé. Lo que sí sé, es que no son novelas lo que escribo. Ni siquiera relatos. Son sólo retazos.

No me gusta el arte contemporáneo, tal vez simplemente no lo entienda. Pero, desde luego, me siento un inconfundible individuo de mi tiempo. Difuso, impaciente, insatisfecho. Las flaquezas de nuestros días, parecen haberse dado cita obligada en mí. Víctima de mil estímulos que no llegan a materializare. De mil anhelos que no hacen sino agobiarme, como una hormiga alejada de su madriguera, vago buscando, en vano, refugio a la confusión. Debe ser que, en un despiste, algún duendecillo espabilado tiró del bolso de mi alma, robándome una parte de su fuerza y dejando entera, su flaqueza. Maldita sea su estampa, ya podría haberme robado algo angustia y haber dejado más esperanza.

Bob Dylan se pregunta que How does it feel, to be in your own, like a rolling stone. Debía de ser retórica, la pregunta, o al menos eso espero. Quiero creer que no soy el único, al que el mundo le parece una autopista de mil carriles, sin salidas. En la que, para colmo, los camiones adelantan por la derecha. Y en la que, por mucho que corras, por muy lento que vayas, pareces estar dando siempre la mima vuelta.

En fin, no sé qué se supone que debería hacer. Pero ya estoy jarto de tener que suponer que hay algo que debería haber hecho. Y estoy harto de bailar siempre con la más fea. Perdón, pero, que se mueran los feos!

miércoles, 17 de marzo de 2010

The Moon Palace





Yo nunca había oído hablar de aquel libro, ni siquiera conocía a aquel escritor. Tan sólo paseaba entre los estantes de una librería, en la sección de bolsillo, cuando di con él. Me gustó la ilustración de su portada, una gran luna coronando la fachada de un viejo teatro a medio derruir. En ese momento, no supe por qué me gustaba, ni siquiera lo pensé. Se titulaba, El Palacio de La Luna.

Los libros vienen a ti. No importa que los busques o que no. Los que tienen aparecer, simplemente aparecen. Cada libro tiene su momento, porque cada libro responde a un momento de tu vida, con el que se comunica. Como si esperara entre las sombras, listo para saltar entre tus manos. Los libros que tienes que leer no los escoges, ellos te encuentran. Es sólo cuestión de tiempo.

Recuerdo aquella época como un constante vagar por las calles, en busca de una realidad que no estaba allí. Recuerdo los libros, como los espacios en los que experimentar realidades no vividas, pero deseadas. En los que expandir los límites de una conciencia confusa y extraña, pero que anhelaba ir más allá de sí misma. Sin duda, las lecturas, son los recuerdos de satisfacción más duradera de aquellos años. Tal vez, ahora, afirmarlo resulte vago, casi ridículo. Pero, sin duda, así fue. Sólo en los libros, creía hallar el espacio para confiar en las capacidades de mi propia mente, en los pensamientos, como vía para construir la realidad de un mundo, que a duras penas entendía. Y compartirlo. Aún como un espectador que contempla una obra desde la oscuridad, leer era como conversar con alguien que estaba en tu mismo barco. Leer era como liberar la mente de las limitaciones, propias y ajenas, y hacerla más lúcida, más clara, más segura, más confiada, más feliz. Leer era vivir mejor, era ser mejor.

Afortunadamente todo aquello pasó. Muchas de aquellas lecturas desesperadas, los títulos y las palabras de la mayoría, quedaron en el olvido. Simplemente tuvieron su momento, y no volverán. Sin embargo, las vivencias de algunas me han seguido acompañando. Como hitos secretos del aprendizaje y la experiencia. Ése es el caso del Palacio de La Luna. La historia de Marco Fogg. Su testimonio, cual hito de superación frente a los avatares de la propia iniciación, generó un influjo mágico en mí. Como si a través de las peripecias que lo arrastraban más allá de sus limitaciones, parecieran poder ser exorcizadas mis propias carencias, mis propios temores, mis propias dudas, mis propios miedos, mi propia vida. Su aventura fue la mía. Su victoria fue la mía. Mía fue su redención.

La vida no es tan fácil. Por mayor talento que tenga un escritor. Por mayor verdad que contengan sus palabras. La vida vivida fuera de los libros, siempre será más difícil, más compleja, más ambigua. Sin embargo, desde entonces yo no puedo dejar de considerar las palabras de Paul Auster, como las palabras de un viejo amigo. De un viejo amigo con el que, de vez en cuando me gusta volver a conversar. Y del que sé, que a pesar de la distancia y el paso del tiempo, siempre puedo acudir para explicarle mis cosas y escuchar sus historias.

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