Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







sábado, 18 de septiembre de 2010

Madrid III


Volviendo del cine, una noche de madrugada, bajaba yo por Martín de los Heros. En mitad de la Plaza de España, vi a un mendigo tendido sobre unos escalones. Lo observé durante un rato y pensé que, tal vez, podría comprarle algo de comida. A aquella hora, no quedaban demasiados locales en los que conseguir condumio, finalmente, me hice con un bocadillo, unas papas fritas y un refresco, y regresé. Aquel hombre, como silueta oscura sobre el asfalto, seguía inmerso en su cochambrosa burbuja. Me acerqué tímidamente, algo impresionado por los ademanes, con los que parecía discutir con algún invisible compiche de soledad. Finalmente me vio y, con adusto gesto de desprecio, guardó silencio mientras yo realizaba mi ofrecimiento. Durante un instante se me quedó mirando, algo perplejo por mi repentina aparición, pero súbitamente y sin que me diera tiempo a percibir cómo aumentaba el volumen de su yugular, en su boca estalló una brutal ráfaga de injuriosos recuerdos hacia la autora de mis días. Me quedé atónito, a medio camino entre el desconcierto, la vergüenza y las ganas de cagarme, también yo, en la puñetera madre que lo parió. Di media vuelta y empecé a andar con gesto ofendido. Herido en mi amor propio y algo asustado todavía, me alejé sin pensar hacia dónde iba. Me interné en un parque, cuyo nombre desconocía. Caminé buscando algún rincón en el que sentarme, en lo alto, envuelta por el alo ocre de la iluminación nocturna, se insinuaba la silueta oscura, de lo que parecía ser la fachada de un edificio. Al acercame, me preguntaba qué era aquéllo. ¿Era, acaso, lo que parecía? Frente a mí se alzaba, ni más ni menos, que un templo egípcio. Cómo era posible. Pronto lo sabría. Aquella noche caminé alrededor del estanque, que custiodaba los pilonos que dan acceso al edificio principal. El templo de Dedob se convertiría, desde entonces, en uno de mis rincones favoritos de la ciudad. Fueron muchas las horas, en tardes de otoño bronceadas de tibio sol, las que pasé sentado en algún banco, bajo alguno de los árboles que rodean el templo, pensando, leyendo y soñando sobre lo que el futuro de aquella extraña aventura, tendría a bien depararme. Un futuro incierto, cargado de giros extraños, que no tardaría en aparecer.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Madrid II



Aquél fue un invierno frío en Madrid. Mientras la nieve cubría las calles, acomodado junto a la pequeña estufa eléctrica, pasaba las tardes leyendo. El piso del amable ermitaño era modesto pero acojedor, perfecto para alguien como yo. Nuestro amigo, lo había comprado algunos años antes, para compartirlo con su novia de entonces, pero ésta, justo cuando llegaba el momento de ir a vivir juntos, se fue con otro, dejando a mi benefactor descompuesto y con piso. Según me contó, entre aquellas paredes, plagadas de promesas rotas, no acababa de sentirse cómodo. Así que decidió volver a su madriguera segoviana. No es que nunca lo usara, pasaba en él algunos días cuando bajaba a Madrid o se lo prestaba a amigos, de paso por la ciudad. Yo llevaba varias semanas allí y pasaría varias más. Para mí, poder disfrutar de un techo así, era un regalo asombroso. Un giro fortuito e inesperado. Mis andanzas por la capital del reino, no podían haber empezado con mejor pie. Sin dinero, sin trabajo, sin idea de qué hacer, disponer de un cobijo en la gran selva de asfalto, grande y desconocida, era poco menos que un milagro. Un milagro que debía agradecer a la generosidad de aquel cura laico, humilde y generoso, y a las buenas artes del padre de mi amigo. De cuya habilidad para acudir a la persona adecuada, apenas se había podido beneficiar su hijo, pues éste, al poco de instalarnos, decidió que aquello no era para él, volviendo a casa y dejándome solo al frente de nuestra aventura. Una aventura, que habría de llevarme de la plácida soledad de aquel pisito de soltero, a la algarabía cutre de una pensión de mala muerte. De Legazpi a Lavapiés. 




miércoles, 15 de septiembre de 2010

Madrid I


 
 

Hace años viví en Madrid. Tengo buenos recuerdos de aquellos días, Madrid me desvirgó en buscarme la vida. A veces todavía recuerdo las charlas en la Taverna La Aguja, en Lavapiés, las discusiones sobre si Sabina "ha cambiado" y demás sexos de los ángeles. Recomiendo el sitio, quizás lo conozcáis, si es que todavía existe. Espero que sí y espero volver. Llegué a Madrid muy joven, apenas pasada la frontera de los veinte, junto a un amigo. Queríamos escapar de la realidad que nos había visto crecer, queríamos aventura. Llegamos a Chamartín una mañana fría de octubre, durante el día, caminamos despistados por el centro, sin saber muy bien qué hacer. No conocíamos a nadie, apenas teníamos dinero, no habíamos hecho ningún plan, simplemente, nos habíamos ido a Madrid. Cenamos en un Rodilla, cerca de la Plaza de España y dormimos en una pequeña pensión en la calle Montserrat.
Al día siguiente, nos dimos cuenta de que algo debíamos hacer, de que ya estábamos allí. De que aquello, no era ya sólo la fantasía de unos exadolescentes, de que Madrid ya nos envolvía como una tela de araña gigante, en la que nosotros, no nos sabíamos mover. Por lo visto, el padre de mi amigo, aunque no estaba previsto, como no estaba previsto nada, debía pasarse por Madrid a realizar no se qué visitas a no sé qué conocidos. Probablemente las visistas no fueran tan urgentes, ni posiblemente tan casual la coincidencia de su llegada, seguramente motivada por al preocupación por su inexperto hijo. Cuando se reunió con nosotros lo vio claro, así no os váis a comer un rosco, nos dijo. No hacía mucho que el móvil había empezado a colonizar nuestras vidas y, aunque todavía no se había convertido en el objeto irrenunciable que hoy es, comenzaba a ser común su uso. El padre de mi amigo, por supuesto, tenía uno. Mientras desayunámbamos, hizo unas llamadas. En un par de horas, estábamos en la Nacional VI, camino de Segovia. Allí, esperaba alguien que, tal vez, nos haría un favor. Llegamos a Segovia a media tarde, dimos un corto paseo alrededor del Acueducto y subimos la calle empedrada que conecta con un extremo de éste. En la coqueta  buhardilla de un amable emitaño, nos esperaba un amigo del padre de mi amigo. Tiempo después y por boca de aquél, supe que aquello había sido una entrevista en toda regla, que ambos lo habían arreglado todo, para que nos viéramos y el amable ermitaño, pudiera decidir si prestaba o no su piso de Legazpi, a los dos polluelos llegados, no se sabía muy para qué, a la ciudad.



lunes, 13 de septiembre de 2010

Cuitas





Fuera la Vía Láctea sostiene la noche, dentro, entre las paredes, los muebles y las sombras, habita aún el calor del día. Ésta es una de esas horas sin nombre, uno de esos momentos que nos empujan a preguntarnos, qué hacemos aquí. Qué huella dejaremos, sobre la tierra oscura, cuando la lluvia del ocaso se desvanezca en la playa. No es fácil contestar a esa pregunta, la respuesta parece escaparse, deslizándose entre las esquinas. Nadie dijo que la vida fuera fácil, tampoco nadie supo explicar en qué consiste su peso, ése que, poco a poco y sin que nos demos cuenta, va minando aquellas esperanzas que tardan demasiado en dejar de anhelarse. Es curioso cómo, cuanto más se aleja uno de la inocencia, más difícil resulta no pensar en ella. Más complejo parece desentrañar el brillo de las estrellas. Más lejano se anuncia el final de la escalera. Por eso buscamos algo que hacer, para no hacer nada. Para no pensar, para seguir hacia delante, hacia ningún lugar. Por eso nos cuesta salir del orden de las rutinas, del descanso del espacio ordenado por el tiempo, por el devenir predecible y unificador de aquéllo que convenimos en llamar día a día.

Mientras pienso mis cuitas ¿por quién tañen las campanas?


Tuve un Sueño



La otra noche tuve un sueño. En él, junto a algunos amigos, iba a despedir a G, pues éste, partía hacia un nuevo curso universitario. Cuando por fin G se marchó, me desperté y no me pude volver a dormir. Durante un buen rato, conservaba su imagen, confundiéndose entre las siluetas de quienes subían a su mismo tren, perdiéndose tras una puerta que se cerraba, alejándose, mientras yo volvía la vista atrás y veía a mis amigos, marcharse calle abajo, volviendo resueltos a la cotidianidad, de la que G ya se había podido liberar y a la que yo me veía, angustiosamente, condenado a volver.
No es difícil interpretar el por qué de aquel sueño, sin embargo, es curioso desde dónde despedíamos a G. La plaza de la estación de mi pueblo, a la que hace años que no voy y en la que G, por supuesto, nunca ha estado. Y no menos curioso es en qué se fue G, en un tren, cuya existencia es imposible en la isla en la que vivo. La mente acepta la metáfora, desde luego. Y utiliza la poética. Como dije, no es difícil entender qué soñé aquella noche, ni por qué. La mente utiliza la metáfora y la poética, pero también la lógica. Y es que, en algunas semanas, G realmente partirá a su residencia junto a la facultad.

Para mí su marcha, la de verdad no ya la del sueño (pues ésta no hace falta para tener la sensación que he descrito), simboliza la armonía con el devenir de la vida, con los ciclos que ésta marca a lo largo del tiempo, a lo largo del año, a lo largo del camino. Así como las golondrinas deberían volver, oscuras, con la primavera, quienes deseen hallarse a sí mismos, deberán partir en pos de otras voces, de otros ámbitos, en los que desarrollarse, entre los que descubrir qué hay dentro de sí, junto a los que crecer y encontrar una identidad. En busca de sí mismos, van los ríos hacia el mar. No importa si piensan o no en volver. Lo que importa es que, avanzan, siguen, van a lugares, en busca de quienes saben.

Muchas veces siento que no he sabido escoger mi tren y anhelo sentir el cosquilleo de saberme frente a un nuevo camino en el horizonte. Seguramente sea por mi miedo, por mis muchos miedos, que me atenazan, que me angustian, que me matan, que no me dejan pensar, nada más que en aquello que no tengo, que en aquello que me falta, que en aquello deseo, que en aquello que me arrastra. Es por eso que yo, en aquel sueño, lloraba por no subir al tren, por tenerme que quedar en un lugar que no quería, en una vida que no era la mía. Y que sí era la mía. Que desgraciadamente y por más que no la quisiera, era la mía.

El tren, la vía, una estación más hacia Ítaca, su billete, el salvoconducto para escapar de la cueva del cíclope. Yo no soy Nadie todavía, todavía yo no sé quién soy. Sólo quiero caminar.

Quiero hallar mi libertad y

Ruego que sean muchas, todavía, las mañanas en las que mis ojos, vean puertos, que antes ignoraban.


Datos personales