Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







lunes, 25 de abril de 2011

Dónde se fueron las flores II



Dos pequeños botes blancos surcaban el azul del mar. El contoneo de sus velas al viento despertó en mí una repentina sensación de euforia. De que todo daba igual. De que cerrada una puerta, seguramente, aunque en ese momento no lo sepamos, se nos abre otra. Qué carajo, me dije, a rey muerto rey puesto. O como era el caso, reina. Y si se instala la soledad, bienvenida sea. Por qué razón iba yo a dejarme hundir. No señor, no lo permitiría. Tenía toda la vida por delante. En realidad, todo un abanico de posibilidades se abría ante mis ojos. Todo un océano de estímulos me estaría esperando más allá del gran azul. Sí señor, lo acaba de decidir en ese momento. A la mierda con todo, me iba. Abandonaría la isla. Brindé por ello. ¿No era lo que siempre había anhelado secretamente?  Vagar sin rumbo fijo, sin ataduras. Buscándome la vida como un naufrago del devenir, como un nómada del tiempo. Alcé mi botella, eché un buen trago y sonreí al horizonte.
Me sentí tranquilo, liberado de la angustia de creerme un sin sentido. Con lo que me parecía una beatífica mueca, contemplé de nuevo el mar. Los pequeños botes blancos habían desaparecido y el sol reinaba en su canícula. Empecé a pensar en ti de nuevo. A recordar el día en que nos conocimos. Aquel fin de semana que pasamos acampando en la montaña. Aquella mañana, en la que te vi volver de la charca en la que te habías bañado desnuda. Lo supe porque vi que traías contigo la ropa de la noche, ovillada. Recordé como nos saludamos, sonriéndonos levemente, mientras tú recogías tu húmeda melena. Más tarde, mientras recorríamos el camino de vuelta, mientras ascendíamos hacia los coches, me di cuenta de que te costaba un poco el ritmo del grupo, y me paré a esperarte. Andamos juntos el último trecho del sinuoso sendero. Entonces, mientras lo recordaba, reviví la sensación de familiaridad de aquella tarde. La sensación de cercanía y bienestar a tu lado. Todo un tesoro perdido. Bajé la mirada y contemplé mis piernas sobre aquella silla de madera. Lloré de nuevo. Por impotencia. Una impotencia que se fue tornando rabia. Rabia contra mí mismo, por no haber sabido conservar lo que tenía. Rabia contra el mundo, por haber conspirado para que nuestra historia se contaminara y al fin se rompiera. Hasta llegar a ti. Esforzándome por odiarte a ti también. Por culparte de no haber sido lo generosa que yo hubiera merecido. Por haberme prometido un paraíso del que luego renegaste. Como si de alguna forma me hubieras engañado, quería sentir que tenías una deuda conmigo. Que me habías traicionado. Pero, en el fondo sabía que nada de eso era verdad. No era verdad que no hubieras sido generosa conmigo, no era verdad que no te hubieras esforzado por lo nuestro, no era verdad que no me hubieras amado. No era verdad que no te hubieras entregado a mí. A quién o a qué culpar de todo aquello. La culpa no serviría de nada, de nada serviría una explicación que complaciera la lástima que sentía por mí mismo. De nada serviría echármela a mí. De nada serviría fustigarme por lo mediocre que era a tu lado. Porque eso tampoco era verdad. Entonces, qué era verdad. Dónde estaba. No lo sabía. Pero sin duda, estaba en los pequeños actos del día. En la suma de pequeñas actitudes egoístas, autocomplacientes. En dar rienda suelta a los pequeños demonios de mis complejos e inseguridades. A dejar que fueran nuestros compañeros de viaje, sin ponerles freno. A dejar que minaran nuestra confianza en la vida juntos. Eso explicaba el problema, al menos en parte. Sin duda contemplar cómo uno se empeña en no solucionar lo que sabe que debe solucionar, estaba más cerca de la verdad que sentirse como una víctima del mundo. Sin embargo, de qué nos servía la verdad. Si el mal ya estaba hecho. Si tú ya habías decidido que lo nuestro se había terminado. De qué podía servir pensar, ahora, en aquello en lo que tú me habías insistido tantas veces. Pensar en lo que debería haber hecho y no hice. Al menos para aprender, me dije. Aprender, me pregunté, aprende qué. De qué sirve el aprendizaje si no nos libera de los efectos de nuestra estupidez.
Fue entonces cuando lo decidí. Decidí que tenía que hacer algo. Que no podía quedarme, simplemente, con los brazos cruzados mientras todo se desmoronaba. Que no podía, simplemente, esconderme y dar la espalda a la realidad. Me incorporé casi de un salto. Fue un movimiento demasiado rápido, para el estado de embriaguez en el que yo me encontraba en ese momento. Me sorprendió ver que a mi alrededor, algunas mesas ya habían sido ocupadas. Fui a la barra, el camarero tardó un instante en volver, tan sigiloso como siempre. Le pagué, con una sonrisa de complicidad que seguramente no entendió. Pero a mí me dio igual, ahora tenía un plan. Bueno, realmente no tenía ninguno. Pero sabía que debía ir a buscarte. Debía ir hasta donde tú estabas.
Arranqué el coche y di marcha atrás para abandonar el aparcamiento. No controlé el impulso del coche y noté como chirriaba con algo. Había topado con el guardabarros de uno de los ya numerosos vehículos. Hice un amago de bajarme, pero no lo hice. Comprobé que nadie me había visto y me marché. Mientras ascendía por la carretera paralela a la costa, el viento que resbalaba en la ventaba abierta me ayudaba a mantener la concentración. Tan sólo esperaba que ninguna patrulla de tráfico andara por la zona haciendo controles. No los había visto jamás por aquella zona, supongo que el sentimiento de culpa por conducir bebido, sin costumbre, alimentaba mi sensación de peligro, por suerte. Llegué a la plaza principal tras el ayuntamiento, di la vuelta hacia un pequeño descampado donde aparqué. Caminé de nuevo hacia tu oficina y subí por las escaleras que dan a la plaza. Desde allí, contemplé tu despacho. Tú estabas sentada frente al ordenador, mirando la pantalla, de vez en cuando bajabas la mirada, hacia lo que, seguramente, eran unos papeles con información para tus tareas.
Faltaban algunas horas hasta que tu jornada finalizara. Decidí comprarme un bocadillo y una botella de agua y esperar en las escaleras. Cuando bajaras, qué podría decirte.

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