Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







lunes, 25 de abril de 2011

La Cuesta


Lo último que oyó fue la voz de su maestro, susurrándole, vete y no mires atrás. Después sólo recuerda el sudor frío y sus pies, corriendo, esquivando obstáculos, adentrándose en caminos, perdiéndose en la noche. Una noche, en la que ya lleva más de veinte años. Veinte años de huída, veinte años de remordimientos, veinte años sin encontrar la salida a la angustia de sentirse culpable. Por eso, haciendo acopio de un valor que le parece ajeno, ha decidido poner punto final al asunto. Sabe que es una causa perdida, que no tiene ninguna posibilidad de salir vivo. Pero también sabe, que pronto, verá aliviado su dolor.
Al menos me iré con algo de la dignidad que perdí aquella noche, se dice. Así que saca el viejo traje del cajón, se enfunda el bong a la espalda y toma la cuesta de la montaña. Mientras el camino gana desnivel, más claramente, siente el peso de la debilidad acumulada todos estos años. Poco a poco, las imágenes de su juventud le vienen a la memoria. Escenas que creía olvidadas vuelven a recuperar la vigencia de aquellos días luminosos y el rostro de su maestro vuelve a reinar claro. Mientras el sudor puebla su rostro, un sudor distinto al de antes, un sudor denso y pesado, de grandes gotas saladas que inundan sus ojos, confundiéndose con las lágrimas. Que le hacen parar, para secarse y mirar los roídos andrajos de lo que, en tiempos, fue un traje. Las sombras de la tarde caen con el agua, entre las altas rocas. Las zapatillas de cuero, resbalan en la piedra oscura, dando con sus rodillas en el suelo. Un hilo de roja sangre, recorre su delgada pierna, cayendo en la hierba húmeda. Él piensa en lo ágil que era, en aquel entonces, cuando correr entre los árboles, era tan fácil como deslizarse entre ropa limpia, recién lavada. Y ahora, ya ves, apenas si puede arrastrase montaña arriba. Vuelve a subirse el cuello del traje que, desgastado, ha vuelto a abrirse demasiado hasta casi caer por su hombro. Y sigue, hacia arriba. Alguna vez le dijo su maestro que pensaba demasiado, que debía ordenar su mente, simplificarla, que sólo así conseguiría dominar los ataques de incertidumbre que le asaltaban. Y maldice la sombra que se cruzó en su camino, abocando aquel destello de luz a la oscuridad. Una oscuridad en la que lleva demasiado tiempo, una oscuridad en la que todo parece haber perdido su sentido y en la que, ni siquiera las respuestas pueden recuperarlo, pues han dejado de perseguir ninguna pregunta. Fue tan sólo un instante, pero suficiente para no volver a perdonarse. Fue tan sólo un instante, pero suficiente para renunciar al valor que hubiera podido salvarle. Mientras sube, más y más, mientras el aire se carga de esa extraña pesadez, en la que cuesta respirarlo, con las siluetas de la noche a su alrededor, consigue, al fin, llegar a la cima. Se para, un instante, y observa el vacío entre sus pies y la aldea, allá abajo, en la falda de las rocas. Saca el bong de su funda y de, rodillas, estira sus brazos, con el arma sostenida, rígidamente, en su mano. Al principio intenta recordar los movimientos, pensando en las tardes con su maestro, en el patio, mientras éste le indica cómo debe colocar sus pies, cómo situar su hombros y flexionar sus piernas, como no mirar lo que hace, sino sentirlo. Hasta que, casi sin darse cuenta, deja de verse entonces y se ve ahora, moviendo, de nuevo, sus muñecas, cada vez más rápido. Volviendo a sentir la seguridad de dominar sus movimientos. Por un momento se siente feliz, como hace tantos años y piensa, tal vez, mañana no deshonre su memoria.

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