Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







domingo, 6 de diciembre de 2009

La Princesa Alibú II

... Ahora, más que nunca, palpita en mí una sensación de nostalgia al recordar aquella fría tarde de invierno, cercana a las fiestas de Navidad, en la que la acompañé a casa de sus padres, en la que vivía tras haber vuelto de Andalucía. Ella iba cogida de mi brazo y, sin querer poner fin a aquel momento, paseamos un rato por los jardines cercanos a su domicilio. Me iba hablando de su infancia, de cómo había pasado un año en casa de sus abuelos maternos, en la vega granadina. Rememoraba los recuerdos y las sensaciones de aquellos días. Los paseos a la luz de luna, bajo un cielo abarrotado de estrellas y las historias sobre luciérnagas que habían huido al firmamento y desde el que eternamente entregaban su brillo, que su abuelo le contaba. Sobre los olores y colores del campo en primavera. Sobre los viejos patinetes que aún conserva en algún cajón. Sobre la niña que fue y que aún juega en su interior. Apretando su brazo a mi cuerpo, yo sentía el calor de su pecho y me hacía cómplice de sus recuerdos. Al terminar nuestra vuelta antes de despedirnos frente a su portal mi instinto respondió por mí y le dije que aquellas Navidades tenía pensado visitar Andalucía que también era el origen de parte de mi familia y en la que tan sólo había estado una vez.
No era cierto que tuviera pensado aquel viaje, pero incluso a mí me resultaron completamente sinceras aquellas palabras. En su rostro se dibujó una luminosa sonrisa. De inmediato, se ofreció a acompañarme, a alojarme en su casa y a enseñarme algunos de los lugares de los que me había hablado, si es que yo quería. Un sí de emoción emanó de mi pecho y brotó de mi boca. Nuevamente todo había respondido y, simplemente estando juntos, habíamos encontrado el camino hacia una respuesta. Si volvía a aquellos lugares, me dijo, tendría que hacer las visitas de rigor a amigos y familiares, así que acordamos que yo iría unos días más tarde, después de que ella atendiera los compromisos pertinentes. De ese modo, dispondríamos de al menos una semana tranquila para nosotros solos.
Aprovechando nuestro plan, ella había solicitado algunos días de permiso para alojarse en un balneario y reponerse del estrés acumulado en los últimos meses de trabajo y peleas. Ya verás lo tranquilita que te espero, me dijo. Al fin, mi tren partió de la estación a las nueve y media de la noche. Me esperaban doce horas de traqueteo atravesando La Península en la oscuridad. Tras cenar algo en la cafetería, aproveché algunas horas antes del sueño para leer. Cuando abrí los ojos, el tren discurría entre campos de olivos y tierra oscura, que se perdían en la bruma matinal. No tardamos en llegar a destino. El silbido de los frenos metálicos dio por finalizado el largo trayecto. Bajé al andén en aquella gélida mañana. Cerca de la estación, a pocos metros rambla abajo estaba la parada del autobús que me llevaría a su casa. No tardó en llegar. Mientras nos alejábamos del casco urbano, sobre la Sierra inmaculadamente nevada, el sol abocaba su destello virginal. Busqué el nombre de la calle y piqué al timbre que me había indicado.
Tardó algo en contestar. Al subir, ella vestía su pijama bajo una bata. Un perezoso moño de recién levantada recogía su pelo negro. Su imprescindible café vespertino, aquel sin el cuál no podría ser persona, se convirtió en un símbolo común de nuestra convivencia. Muchas mañanas, ella esperaba a que yo me levantara, para sugerirme que podría hacer café lo cual quería decir que le hiciera café, ya que yo no suelo tomarlo. Yo ponía la cafetera al fuego y volvía a su lado hasta que oía hervir el líquido en su interior metálico. Entonces, me levantaba de nuevo, preparaba algunas tostadas y la llamaba para que viniera a desayunar. En las mañanas luminosas de verano solíamos conversar largo rato, en un desayuno que era más bien almuerzo y en el que, si nos habíamos despertado con buen pie, nos reíamos de la extraña realidad que nos estaba tocando vivir...

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