Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







viernes, 21 de mayo de 2010

Play it again, Sam




Hubo un tiempo en el que las cosas pasaban sin que reparasemos en ellas. En el que no las percibíamos como una sucesión de momentos. En el que cada situación, lo era por sí misma, sin necesidad de referencias que la justificasen. Fueron los días de nuestra primera juventud. Un tiempo en el que la adolescencia, pugnaba por sacudirse los últimos restos de una infancia aún cercana, mientras, en compañía de otros, buscaba su propia identidad.
Aquellos años, son hoy protagonistas de las conversaciones en nuestros escasos encuentros. En ellos, solemos rememorar anécdotas mil veces recordadas, situaciones y lugares mil veces visitados. Y es que, tirando del hilo del recuerdo, damos con el cruce de los mil caminos, por los que la vida y el carácter nos hacen transitar.  Sin embargo, no siempre fue así. Cuando llegó el momento en el que cada quien necesitaba de otras voces, de otros ámbitos y las situaciones de un pasado muy reciente, comenzaban a ser moneda de cambio, recordar era admitir la distancia incómoda que, entre nosotros, se iba generando. El pasado parecía no ser ya el que era. Y para el futuro, dejábamos de contar los unos con los otros. Era el tedio de saber que, entre nosotros, ya no era posible y la angustia de ignorar hacia dónde dirigir nuestros pasos. Y es que, como al aprendiz que se inicia en el camino del zen, y al que las montañas ya no le parecen montañas, ni los ríos le parecen ya ríos, antes nosotros, la realidad parecía desvanecerse, como el humo que se escapa entre los dedos.
Afortunadamente, al igual que para el aprendiz de la fábula oriental, el tiempo no ha pasado en vano y hoy, somos un poco más sabios. Así, las montañas vuelven a parecerse a sí mismas y los ríos vuelven a ser lo que siempre fueron. Seguramente por eso, volver a recordar las anécdotas de siempre, no sea ya la estrategia torpe de quienes no tienen nada nuevo que decirse, sino la manera en la que, tázitamente, sin necesidad de buscar nuevos argumentos, unos viejos amigos celebran que lo son. Que lo son, sin la necesidad que la cotidianidad reclama, sino con la familiaridad de los antiguos camaradas, charlando alegres en la popa, mientras el universo se expande y las estrellas palpitan en el cielo oscuro.



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