Poco antes de las seis despuntó el alba, con su lucero, mientras un gallo se esforzaba por anunciarla. La luna brillaba sobre el Monte Taiguetos que coronado por un manto de nubes, se alzaba sobre el valle. Pero, qué hacía yo bajo aquel árbol. Qué diablos hacía yo bajo una toalla húmeda de rocío, con un fornido alemán homosexual de rubia y lánguida melena durmiendo plácidamente a un metro de mí, en aquel campo de olivos a las afueras de Esparta. Se llamaba Martin y lo conocí en el barco, de nombre extranjero claro, que nos había traído desde Creta. Se acercó a mí y, pensando que yo era griego, me ofreció la posibilidad de obtener de su lápiz mi vivo retrato por el módico precio de deka euros. Le dije que no claro. Pero ya se sabe, también le dije que no era griego. Me preguntó que de dónde. Cuánto tiempo llevaba en Grecia. Dónde había estado y, como una cosa lleva a la otra, acabamos por tomar juntos el autocar que desde el puerto de Yíthio conduce a Esparta. Luego supe que estudiaba pintura. Que vive en Colonia pero que no le gusta el Gótico. Que tiene un hermano, el cual estaba a punto de doctorarse en geología en Canadá, con el que ha vivido aventuras locas viajando por medio mundo y que Holderïn, a pesar de escribir tanto sobre Grecia, nunca estuvo allí.
El faro sobre un islote, daba entrada al embarcadero de Yíthio. Puerto natural y mejor protegido de la provincia. Tradicional salida al mar de la antigua Esparta y posteriormente enclave comercial veneciano. Inscrita sobre una colina, casi toda ella, era una balconada asomada al mar. Me pareció el lienzo costumbrista de una villa tirrena, con sus tejados de terriza, sus fachadas ocres y su iglesia católica destacando en mitad de la tela. De camino a Esparta, el autocar discurría por verdes campos cubiertos de olivos cipreses y encinas. Ya en las últimas horas de la tarde, a lo lejos, las nubes se teñían de ocaso, enredadas en las cumbres de las montañas que envuelven el sur de la Laconia y que, atrapando el aliento del mar, lo abocan sobre una tierra fértil y sinuosa.
La ciudad de Esparta, en realidad no es más que un pueblo famoso. Cuenta con alrededor de veinte mil habitantes y haciendo honor a su condición de capital lacónica, todo en ella es funcional y escueto. Las calles siguen todas ellas un orden perpendicular o paralelo con respecto a una plaza central donde se encuentra el ayuntamiento. A su llegada a la ciudad, la carretera hace las veces de calle principal, en la que se concentra la vida comercial, los servicios y la mayoría del alojamiento. Siguiéndola, enseguida se llega al final de la villa en la que, junto a una pista de atletismo, se yergue una gran estatua de Leonidas. Y eso era todo. Ahí se acaba Esparta y vuelven los campos de olivos y los caminos de tierra. Uno de ellos, sube hacia las ruinas de un santuario dedicado a Artemisa que, junto a los escasos restos de la Acrópolis es casi todo lo que queda de la antigua polis. Este camino fue el que tomamos Martin y yo buscando un lugar donde dormir al raso. Encontrándonos en la cuna del valeroso Leonidas, íbamos a rendirle homenaje pasando la noche bajo las estrellas. Sin comodidades ni protección alguna. Como dos guerreros. Así lo habíamos decidido un rato antes, mientras cenábamos unos bocadillos en la plaza del ayuntamiento. Allí fue donde Martin me dijo que era homosexual. Me preguntó si yo también lo era. Le dije que no. “¿Te incomoda que yo lo sea?” en un perfecto castellano. Martin, según me contó en el barco, había vivido varios años en Barcelona con una beca de estudios. Yo le contesté que no me incomodaba en absoluto, pero que tendría poco éxito si intentaba ligar conmigo. Mientras cenábamos explicó alguna de la peripecias de sus numerosos viajes. Yo le preguntaba sobre todo aquello que llamaba mi atención. Sobre qué le había parecido cuando había viajo por Albania. Cómo se desplazó a través del Nepal o en qué zonas de la India había estado exactamente y qué diferencias había visto entre ellas. En algunas pocas horas habíamos establecido un vínculo de camaradería aprecio y respeto que nos hacía disfrutar de la mutua compañía y nos convertía en compañeros de aventura, al menos, durante aquella noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario