A la sombra de la Pedrera, en la esquina entre Provença y Pau Clarís, hay una moderna vinoteca. Ésta ocupa el local en el que, en tiempos, trabajé como el chico de los recados de un viejo colmado. Flor de Mayo se llamaba. Lo regentaban dos hermanas, la Montserrat i l’Angelina. Eran como dos gotas de agua, de diferente manantial. Físicamente no se parecían en nada. Siempre estaban discutiendo. Una, se mostraba desconfiada y fría conmigo, era el poli malo. La otra, parecía más cercana y cálida, ai Montserrat, deixa el nen que treballi tranquil, el poli bueno. Yo sabía que siempre me estaban poniendo a prueba. Dejaban dulces de chocolate olvidados, para ver si los cogía. Me mandaban a organizar las existencias de refrescos en las neveras, luego las veía acercarse, disimuladamente, a ver si faltaba alguno. En un principio, mi trabajo consistía, básicamente, en llevar agua y comida, a oficinas y pisos cercanos. Uno tras otro, apilaba los encargos en mi carrito de reparto, preguntaba dónde debía ir y escuchaba los consejos de Monsterrat, no t’oblidis del canvi, vigila amb la senyora I, ja saps que ni li agrada que… Poco a poco, fui familiarizándome con la clientela habitual. Un oscuro bufete de abogados, en el que me recibía la fría voz de la secretaria, reteniéndome en una sala de espera, en la que nunca coincidí con ningún cliente. Un amplio piso, reconvertido en estudio, para una firma de diseño gráfico. Allí nadie parecía reparar en mi existencia y debía, si no quería pasarme toda la mañana como un objeto invisible del mobiliario, reclamar la atención para que alguien me dijera dónde dejar las cosas y me pagara. Una tienda de ropa femenina, al otro lado del Passeig de Gràcia, con su gran luminoso rojo, casi siempre cubierto por el andamiaje de una fachada, en continua restauración. De entre todas las oficinas, mi favorita siempre fue la de una aseguradora, situada en Mallorca, cerca de la esquina con Bruc. Allí siempre fui bien recibido. No sé muy bien por qué, los empleados me trataban con cariño, saludándome efusivamente cuando entraba. Incluso el jefe, cuando aparecía, solía acercarse a darme los buenos días y a preguntarme por el trabajo. Lo curioso es que, en todo el tiempo que pasé hiendo a aquel lugar, en todas las conversaciones que mantuve con los empleados, e incluso algún cliente, nunca nadie me preguntó por mi nombre. Eso sí, en ningún otro sitio me daban propinas tan generosas.
De vez en cuando, debía ir a locales alejados del circuito habitual, aquellos lugares, a veces resultaban ser oportunidades de salir de la rutina y de conquistar instantes de libertad en la vorágine cotidiana. En uno de aquellos días bajé hasta València, debía atender al reparto en la Fundació Francisco Godia, la cual me era completamente desconocida por aquel entonces. Más tarde averigüé que llevaba poco tiempo abierta al público. Debía entregar un par de cajas con botellas de agua. Recuerdo que las dejé junto al mostrador de la entrada. Mientras el recepcionista firmaba el albarán, miré hacia el interior, en lo que parecía ser una sala de exposiciones. Allí, junto al umbral de la puerta, veía la figura de un cristo en la cruz, de firma inconfundiblemente medieval. Pregunté al recepcionista sobre la exposición y éste, acercándome un folleto, me informó sobre su contenido. Se trataba de una exposición temporal sobre arte románico y gótico. Era temprano. La galería aún tardaría un rato en abrir sus puertas al público. Miré al recepcionista. Le pregunté si me permitía entrar en la exposición. Echar un vistazo gratis. Me miró con un alo de aprensión incómoda, quizás preguntándose cómo era posible que un repartidor de agua se interesara por el arte. Finalmente, me permitió pasar. Anduve, un rato, contemplando en soledad aquella exposición. Con el eco de mis pasos frente a la hierática expresión de aquellos rostros. Al cabo salí a la calle, el sol de la mañana ya se alzaba sobre los edificios, sobre la silueta de los plátanos, junto a la que volaban, raudas, las palomas.
Con el tiempo, la Monterrat i l’Angelina, fueron confiando en mí. Así, se fue ampliando el abanico de mis funciones. Un día, me mandaban a la delegación de Hacienda, en Aragó con Granados, otro me enviaban a ingresar dinero al banco. Aquellas expediciones, a lugares en los que me retenían más tiempo de lo normal, eran la excusa perfecta para que las horas pasaran, y yo me librara de acarrear con el peso de los encargos. A ellas parecía no importarles. De hecho, con el tiempo, la distancia entre encargo y encargo, entre entrega y entrega, era cada vez mayor. Y yo, me pasaba el día estirando los minutos en mandados personales, que poco tenían que ver con las funciones de un repartidor. Un buen día comprendí por qué. Aquella mañana llegué algo apurado de tiempo, como siempre. La Monterrat i l’Angelina, me esperaban, como siempre, en el local. Sin embargo, esta vez fue diferente. No andaban discutiendo, como solían hacer, sobre los precios que deberían corregir en este o en aquel producto. Ni siquiera, quejándose de este o aquel achaque que la edad no perdona. Me sorprendió verlas sentadas, junto al mostrador. Y me sorprendió aún más, que Angelina, sostuviera entre sus brazos al rechoncho gato castrado, que siempre andaba por la tienda, y al que nunca logré acercarme. Ambas me miraron, con una mirada diferente a la normal. Avui no aniràs enlloc noi, Monterrat nunca me llamó por mi nombre. Por qué pregunté. Ambas hermanas me sonrieron. Esta vez, con una sonrisa franca, incluso familiar. Se incorporaron y fueron a buscar unas bolsas. En ellas, había todo un resumen de los productos del colmado. Desde frutos secos a moscatell, de dulces a embutido. Todo aquello que yo había estado llevando de un sitio a otro, me lo entregaban ahora ellas a mí. En aquel momento, me pareció que me habían regalado lo que tenían más a mano, algo de lo que, de todos modos, se iban desprender. Hoy sé que no fue así. Lo que la Montserrat i l’Angelina me estaban haciendo, era regalarme una despedida, en la que me hacían partícipe de una historia que tocaba a su fin. Flor de Mayo iba a cerrar sus puertas. Ellas ya estaban demasiado cansadas, me dijeron, y una franquicia de tiendas de vino, les había hecho una buena oferta por el local. Habían decidido que era hora de retirarse. Eran ya muchos, más de medio siglo, los años que llevaban en aquel local. Nadie iba a continuar en él, sus hijos vivían fuera, tenían sus vidas y no les interesaba encargarse de una vieja tienda, que apenas resultaba rentable frente a las grandes cadenas de supermercados. No tenía sentido continuar en ella, ellas ya tenían lo suficiente como para vivir en su retiro, así que era el momento de plegar ales.
Fui el único testigo del final del Flor de Mayor. El único que las vio bajar la persiana por última vez y, por última vez, echar la llave en la cerradura. Ahora sé que viví un minúsculo instante de la historia de Barcelona, de las vidas de aquellos que fueron Barcelona y que entonces, daban paso a otros, a otra ciudad. Un minúsculo detalle del cambio de los tiempos. La Monterrat y l’Angelina lo sabían, y su regalo fue el hacerme parte de aquel momento, testigo privilegiado del hilo secreto de la vida.
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