Abandonábamos Trípoli. El verde había dado paso, en esta zona central de la Meseta, al ocre de los campos de cereales y los pastos secos en la canícula estival. Atravesando la tierra de los antiguos Pelasgos, pueblo de pastores que resistió el empuje de la poderosa Esparta, tejiendo una red de alianzas tribales. Su centro recayó en Megalópolis, situada al suroeste de Trípoli, cuyos ritos al dios Pan serían incorporados y adaptados más tarde, en las Bacantes atenienses. Circulábamos hacia el noroeste, hacia la prefactura de la Élide. Al fondo, nos esperaban las montañas que la separaban de la Arcadia. No tardamos en internarnos en ellas. La carretera se fue tornando más sinuosa. Avanzaba la tarde. El sol iniciaba su declive. Ensalzando la belleza de aquellos parajes. Como en una sinfonía de matices, entre las cumbres y los valles, entre el espacio y el vacío de luz y sombras. Liberando a las formas cualquier agresividad. Paramos para el cambio de conductores. Nos anunciaron que nos detendríamos durante quince minutos. Algunos bajamos a estirar las piernas y a respirar un poco de aire fresco. Flotaba el olor a tierra mojada por las lluvias de días atrás. Inspiré con fuerza aquel aroma a pino y romero, a encina y alcornoque. A bosque mediterráneo. Reprendimos la marcha. Ya no volvería a haber descanso alguno hasta Olimpia. Sin embargo, el camino fue largo. Tardamos más horas de las que yo había supuesto. Dimos un amplio rodeo, parando en pequeños pueblos. Algunos paralelos a la carretera, otros escondidos junto a barrancos pedregosos y a los que tan sólo era posible acceder a través de estrechos puentes de piedra.
Miré a través de la ventana. En la oscuridad, flotaban las escasas las luces de las lejanas aldeas. Sobre las que reinaban, inmaculadas, las estrellas. Me pareció estar en Planetario de algún museo, donde te enseñan cómo deberían verse las estrellas, de no ser ahogado su brillo por la contaminación de la ciudad. Aunque no tenía demasiada idea, intenté reconocer algunas. La Estrella Polar, la Osa Mayor, la Osa Menor, Escorpión, el Arco… y poco más. Pasé largo rato contemplándolas. Las curvas que el autocar trazaba iban cambiando el plano celeste, permitiéndome observarlas desde diferentes ángulos. Feliz de poder disfrutarlas, en la noche infinita. Al fin, llegamos a Olimpia. Cansado por tantas horas de trayecto, me senté un rato junto a mi mochila en uno de los bancos de la parada antes de internarme en el pueblo y buscar alguna pensión. En la entrada a la villa había una plaza, tras ella se extendía la calle principal. La recorrí un rato. Repleta de tiendas y bares que continuaban abiertos. Casi todas eran tiendas de souvenir, con las típicas imitaciones de vasijas y ornamentación clásica. Sin embargo, también había algunas pequeñas librerías. Entré en una de ellas. Anduve un rato mirando y ojeando algunos libros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario