Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







domingo, 15 de noviembre de 2009

La Taberna de Manos VI

...A la mañana siguiente, antes de irme, bajé a desayunar. Allí estaba toda la familia. Me ofrecieron un café con leche y un trozo de pastel de crema. La madre de Manos fue un momento a la cocina y enseguida volvió para entregarme una bolsa. “Toma, esto es para ti” La abrí, en ella había una botella de agua llena de la miel que habíamos recogido durante la noche. Le di las gracias. Qué mejor presente podría llevarme de aquel lugar que aquel producto de su tierra, de sus plantas, de sus animales, de sus personas y de su luz, que yo mismo había ayudado a recoger.
Llegó la hora. Me levanté para despedirme. Los tres hombres se incorporaron y nos dimos la mano. Besé a la madre y pedí a Manos que me despidiera de su sobrino y de su abuela. Bajé al embarcadero y subí al ferry. No tardó en arrancar el motor. Marcha atrás, el barco viró hacia el babor y empezó a resbalar frente a la costa. La aldea iba quedando atrás.
Mientras el ferry se alejaba, desde popa tomé un par de fotografías. La aldea se dibujaba, diminuta y blanca, a los pies del imponente macizo, sobre el enérgico azul de la mañana. Y pensé, eso es la Sfakia. Agrestes montañas y el mar. Dos fuerzas poderosas, entre las que hilos de agua dulce tejen el milagro de la vida. Éste, me dije, quizás sea el secreto que alimenta el orgullo de los habitantes de la Sfakia por su tierra. Un secreto que, al permitirles vivir entre fuerzas creadoras de la naturaleza, les sitúa frente a su propia fragilidad. Uniéndolos a la tierra de la que dependen. Hundiendo en ella fuertes raíces de las que nace su identidad. Una identidad que les ata a la tierra. Que les dice quiénes son. Y les libera de la angustia de aquellos que, como yo, desconocen si alguna vez hallarán su lugar en el mundo.

Desde Hora Sfakion tomé un autocar rumbo al noroeste. Hacia Kissamos. El puerto desde el que abandonaría Creta. Rumbo al Peloponeso. Se hizo de noche mientras pensaba en los días pasados junto a Manos y su familia. Días en los que había tenido la suerte de encontrar el valioso tesoro de la calidez humana. En los que había sentido la cercanía y el cariño de unas personas que me acogieron, que me abrieron sus puertas y me regalaron su compañía. Días en los que había podido compartir una forma de vida arraigada a la tierra, vinculada a la naturaleza y consciente de sus ciclos. En la que los hombres comprenden aceptan la unión del nacimiento y la muerte. Conscientes de su fragilidad y de su fuerza.
En el paseo se encendían las farolas, tiñendo con su luz ocre las terrazas y el rumor del oleaje. Frente a mí, los dos cuernos de roca que forman la bahía de Kastelli se cerraban apuntando hacia el norte. Hacia el Peloponeso. De vuelta al continente, al día siguiente abandonaría Creta. Entonces, a punto de irme y pensando en volver, sonreí al recordar las palabras de Cervantes en las que se pregunta ¿Es acaso tiempo perdido aquél que se dedica a vagar por el mundo?

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