...La moderna Agia Roumeli no es la aldea original. Ésta no daba al mar, estaba a casi un kilómetro en el interior. En ella, ahora tan sólo hay los huertos y los cercados para los animales. La actual Agia Roumeli ha crecido gracias al turismo. En la Sfakia la vida era dura, la economía de subsistencia y tras la Segunda Guerra Mundial, la gente fue emigrando hacia el norte. A principios de los setenta, con el interés por las gargantas de Samaria, Agia Roumeli cobró importancia como enclave de paso para los excursionistas. Algunos vecinos que conservaban propiedades construyeron nuevas casas y las convirtieron en tabernas y pensiones. El padre de Manos construyó la primera taberna en 1971. “Manos era el nombre de mi abuelo. Mi padre se llama Gyos como mi bisabuelo. Aquí todos somos familia”. ¿Vives todo el año aquí? “Prácticamente. Tenemos otra casa en Haniá. Pero en invierno soy yo quien se encarga de mantener los animales y la granja. Tengo que estar aquí”. ¿Qué tal es trabajar con la familia?. “Se hace tedioso y estresante a veces. Pero a mí me gusta esta vida. Me gusta trabajar con los animales y me gusta conocer gente distinta, hacer amigos de otras culturas. Pero, prácticamente no tengo vacaciones, siempre estoy aquí”. Es la dura vida de un granjero que es también hombre de negocios. Manos asintió con una sonrisa y me ofreció un cigarro. Se lo acepté, estaba fumando demasiado pero no quise decirle que no. Al poco acabé de desayunar. Eran las ocho de la mañana. Subí al pueblo viejo y entré en las gargantas de Samaria.
A aquella hora no había nadie. Los turistas tardarían varias horas en bajar y aunque el sol no había desplegado aún su tórrido manto, comenzaba a alzarse ya sobre los escarpados cerros. En lo alto, una parejas de águilas planeaban sobre las cumbres rocosas hasta suavemente desaparecer. Tras la aldea vieja llegué al puesto de control del Parque Nacional de las Montañas Blancas y pagué los euros de entrada.
En la subida me acompañaba el murmullo constante del arrollo, a veces invisible. Las rocas se agolpaban en las paredes del cauce casi seco, mostrando la fuerza imparable del agua en el deshielo primaveral. – ¿Antes las Gargantas estaban abiertas también en primavera hasta que hubo un accidente, verdad? Le pregunté a Manos días después “Sí, fue hace unos diez años. En primavera a veces hay riadas repentinas. La fuerza del agua se oye a un kilómetro de distancia. Aquel día la mayoría de turistas buscaron refugios en lugares altos. Pero cuatro o cinco turistas alemanes se quedaron en medio del cauce haciendo fotos. Y claro, la tromba llegó y se los llevó por delante. Encontraron restos de un par de ellos al final del cauce y de otro en el mar. Uno o dos desaparecieron. Pero, ¿qué esperas, si te quedas en medio?”.
Los muros rojizos se alzaban junto a mí, en ellos los arbustos fijaban obstinados sus delgados troncos en la roca. Más allá las nubes se dibujaban sobre las cumbres alpinas inscritas en el cielo azul. Por doquier oía el canto de los pájaros. En alguna esquina a la sombra, sobre una roca, me senté a disfrutar de la brisa y de un buen trago de agua.
Pronto vi los primeros turistas. Al principio escasos, luego en tropel. Todos bajaban y sólo yo subía. Durante el camino había varios lugares de descanso, con fuentes de agua canalizada y asientos de madera. Uno de ellos marcaba la mitad del recorrido, a unos seis kilómetros de cada extremo. Allí decidí darme la vuelta y volver a la aldea. Antes paré a descansar. Junto a los bancos, plagados de turistas, había unos lavabos y un refugio de los guardas forestales. Unos cuantos ejemplares de cabra salvaje, seguramente traídos por los guardas como muestra para los visitantes, pastaban junto a dos caballos. El sol reinaba en su canícula, anunciando unas cuantas horas de intensidad. Inicié el descenso. Pensando en mi mesa de la taberna, frente al mar...
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