BARCELONA
Ésta es una de esas noches, en las que el tiempo resbala, tan suavemente, que hasta parece olvidarse de su paso. Una de esas noches en las que, libres de la presión de las jornadas de trabajo, libres también de la euforia aglomerada del fin de semana, las calles de Barcelona parecen poder respirar, mostrando el camino hacia un sutil universo de belleza, placer y vacío.
Oír el eco de tus pasos, tenue, como la luz en las siluetas del Passeig de Gràcia. Entre el pulcro susurro de los coches, pocos y distantes. Acaso parar un instante, en la Plaça de Catalunya, bajo el giro torpe del gran reloj. Fugaces sombras frente a la Catedral, al encuentro de su propia soledad. Y al fin, las calles del Barri Gòtic, oscuras y acogedoras. Refugio. Y anhelo de una belleza, apenas insinuada en furtivos destellos ocres, sobre las oscuras piedras de sus muros.
Las imágenes parecen flotar, distantes e inalcanzables, en la quietud. Si no fuera porque aún me parece sentir la humedad añeja de aquellas calles. De todos aquellos años que pasé recorriéndolas. De la impaciencia por resolver el confuso deseo. De aquella conversación, sostenida como un pulso, por hallar puertas al laberinto, que en ellas me encerraba. Que en ellas me atrapaba. Que en ellas, me urgía a buscar, inútilmente, señales de libertad. Ahora, desde la distancia. Desde otra orilla. Al pensar en ellas, muchas son las imágenes que se atropellan en la memoria. Imágenes incompletas. De una realidad, cuya esencia, como la de sus propios recuerdos, era la fragmentación, la carencia.
Sin embargo, en noches como ésta. Mientras una sutil fragancia de nostalgia, traiga a mi memoria, sensaciones aparcadas, de un tiempo casi lejano. No me resistiré a sentirme de nuevo, en brazos de aquellas horas. A cuya melancolía no resuelta, deba volver algún día, cual nómada del tiempo, para darle fin.
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