Mientras afirmó dar aquel Gran Salto, el gigante asiático obviaba todo el barro que, de sus inmensas botas, caía sobre millones de olvidados parias. La ambruna fue tal, que para dar respuesta a aquel gigantesco desastre, tuvo que inventarse un nuevo desastre gigantesco. Y de la manga de Mao, surgió La Revolución Cultural. Después vino Xiao Ping, y abrió las alas del monstruo a la influciencia de todo aquello que en el capitalismo pueda generar, producir, crear riqueza y evite, cualquier reparto justo. Acosta de lo que fuera. Y la maquinaria de hierro siguió creando raíles por los que avanzar, avanzar, avanzar. ¿Avanzar hacia dónde?
En nombre de lo que se denomina crecimiento, se da rienda suelta a la destrucción más violenta. Se llenan los estómagos, se vacían las cabezas. Los mitos, los ídolos se transforman, para mantener siempre la atención distraída en sus promesas huecas.
La especie humana está loca. La especie humana no escucha ni el quejido de su propio dolor. Sino que ciega sus ojos y corre, corre, huyendo, fingiendo saber adónde quiere llegar. Pero no sabe nada. Somos monigotes, peleles de la ambición ciega.
Pero, ¿qué esconde, qué promete esa ambición? ¿qué esconde la siguiente colina? Lo que esconde es nuestra propia ignorancia.
¿Cómo vamos a saber lo que escondía, si para llegar a ella habremos destruído todos los árboles del camino?
Seguimos las estela de los mitos. Y vamos ciegos hacia nuestro propia destrucción. O, al menos, es así como yo suelo sentirlo.
¿Tan ciegos? No, tan ciegos no. Es la ceguera de los necios. Cambiamos los mitos a nuestro antojo, según nos convengan para seguir con nuestras fantasías. Hoy mismo, en cualquier chiringuito de los muchos que hay en Beijing, con motivo del sextoagésimo aniversario de la República Popular, podemos encontrar todo tipo de objetos, de souvenirs, de muñequitos, bolsos, lo que sea, con la figura de Mao. Sin embargo, encontraremos muy pocos jóvenes chinos que nos puedan hablar sobre la historia, que nos puedan analizar el pasado, incluso aquel supuesto pasado glorioso de la Gran Marcha. No digamos ya, el pasado no tan lejano, de Tiananmeng. Sus ropas, sus rostro, su aspecto, son más lustrosos que los de todos aquellos pobres olvidados, de mediados de siglo. Sin embargo, su memoria no es más profunda, ni más lúcida. Ni más valiente, ni más libre. Mao ya no conviene como dictador, sino como icono. Vaciado de su contenido político, social. Liberadas las consciencias de la necesidad de cuestionarlo, podemos utilizarlo como cualquier otro objeto, al servicio del ídolo progreso, crecimiento, más, más, más madera.
El ejemplo de China sirve, como podría servir cualquier otro, de cualquier lugar, de cualquier momento, para expresar la estela descarriada en la que me parece que estamos sumidos. Nos envolvemos de ruido, fabricamos más y más estímulos. Y nos olvidamos. Nos olvidamso ¿de qué? No lo sé. No soy tan sabio. No puedo imaginarlo. No puedo recordarlo.
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