Hace mucho tiempo. Cuando era un niño. En clase, la profesora nos pidió que escribiéramos una pequeña lista de personas a las que admiráramos y explicáramos por qué. No recuerdo los nombres que escribí, salvo uno. Aún hoy, si tuviera que escoger con quien retirarme a algún rincón lejano en las montañas, para estudiar, recorrerlas y conversar. Si pudiera escoger alguien, a quien explicar cómo me emociona aspirar a sentirme en paz con el mundo, con el universo, a través del conocimiento, del descubrimiento que lleva al amor. Si, con tan sólo pensarlo, pudiera dejarme llevar por la voz, por la presencia, por las palabras de alguien a quien escuchar, en silencio y disfrutar. Si tuviera la oportunidad de decir, con quién me siento identificado y confío los secretos de mi inocencia. Si alguien me preguntara, ¿quién? Les diría, Carl Sagan.
En el ordenador tengo la sintonía de Cosmos. Su melodía me acompaña desde aquellos años y la recuerdo, como el preludio a instantes de completo bienestar, los que pasaba, sumergiéndome en las imágenes de aquellos programas, en los que mi imaginación viajaba a través de las soles y los planetas, a través de los antiguos griegos y sus descubrimientos, a través del anhelo de hombres y mujeres que nos precedieron. Más allá de las limitaciones de su existencia. A través del cielo y del mar. De las aguas oscuras y el pálido brillo de las estrellas. Hasta devolverme, de nuevo, al sofá, tranquilo y satisfecho. Contento por haber pasado todo aquel rato, en compañía de la voz que me llevaba de vuelta al mundo de mi alma.
El Dr. Sagan murió un día de 1996, tras sufrir durante sus últimos años, el extraño desarrollo de algún extraño cáncer. Poco antes de morir, concedió una última entrevista para la televisión. En ella, a la pregunta del presentador, dijo que tan sólo se sentía enormente afortunado.
Sirvan estas palabras para honrar al hombre al que nunca conocí y al que siempre, consideraré mi maestro.
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