Era una sombra diminuta en mitad de la carretera desierta. Era media noche de una noche cualquiera. Me acerqué y la sombra se movió, acercándose a mí con expresión de sumisión. La cogí, mientras lamía mis dedos, vi que era una pequeña perrita. Al tenerla entre mis brazos se quedó quieta, mirándome. En casa le di un poco de jamón y agua. Apoyó su cabecita entre mis manos y cerró los ojos buscando mi protección. La llevé a mi habitación y durmió a mis pies, en la cama. A la mañana siguiente, cuando mi hermano la vio, gritó anunciando que había un perro en casa. Mi padre sonrió al verla y mi madre, en seguida, lamentó que la hubiera traído. Qué iba a hacer ahora, me dijo, ella no quería animales en casa. Mi padre se fue a trabajar, mi hermano con sus amigos y mi madre a comprar. A mí me tocaba deshacerme de la perrita, dejarla en alguna esquina y olvidarme de ella. Estúpidamente obedecí. Un par de calles más allá gesticulé, estirando los brazos y alzando la voz para asustarla, intentando que se fuera, mientras ella me miraba confusa. Volví a casa y encendí la tele, cambié convulsamente de canal mientras me consumían los remordimientos por lo que acababa de hacer. El tiempo pasaba, arrastrándose como una cuchilla en mi estómago. Al fin, desesperado, me levanté del sofá y salí a buscarla. Con miedo de no verla, de que se hubiera alejado, perdida, entre las calles, la busqué. Cuando la vi, persiguiendo a alguien, corrí a su encuentro, la cogí, la abracé y la llevé de nuevo a casa, aliviado. Esperaría que a mi madre llegara, intentando trazar un plan adecuado para convencerla. Sin acertar a elaborar un discurso que me hiciera sentir seguro respecto a mis intenciones, miré a la perrita, que descansaba sobre mis piernas en el sofá. La acaricié, ella alzó los ojos, mirándome. Comprendí que la respuesta a mis dudas estaba ahí, en esa mirada, en la familiaridad de sus gestos. No había que elaborar complejas estrategias de persuasión, sólo dejar que los demás vieran lo que yo veía y esperar que todo siguiera su curso, confiando en lo que sentía.
Cuando mi madre llegó, miró decepcionada al animal, dejó las bolsas de la compra sobre el mármol de la cocina, y antes de ir a cambiarse de ropa me dijo, cuanto más te encariñes con ella peor, no nos la vamos a quedar. Al rato llegaron mi padre y mi hermano. Las negociaciones no discurrieron tal y como yo deseaba, no hubo un debate alrededor de la mesa. Sin embargo, fue mucho mejor así. Mi madre siguió negándose, mi hermano pasaba del tema y mi padre, a quien la idea no acababa de disgustarle, no se posicionaba. Muy bien, pensé, si no queréis hablar del tema, yo decidiré por todos, la perra se queda. Me acerqué a mi madre, y muy serio le dije, si esta perra ha aparecido será por algo. Vamos a quedárnosla. Ella no pareció impresionada por mi determinación, pero yo no estaba dispuesto a ceder. Y quién va ocuparse de ella, preguntó suspicaz, ¿tú?, ¿sabes lo que significa tener un animal? Sí, contesté, sé lo que significa y yo me encargaré. Ella sonrió, sarcástica, como única respuesta. Y ahí acabó todo, para mi sorpresa. Muy bien, dijo, vamos a hacer lo siguiente. Vas a ir al veterinario de la plaza, mirarás si tiene el chip puesto con sus datos, por si hay que hay de devolvérsela a sus dueños. Si no lo tiene, le darás nuestro teléfono, por si alguien la reclama. Recuerdo la alegría que sentí cuando comprobamos que no tenía chip alguno, dejé nuestro teléfono en el veterinario, tal y como le había prometido a mi madre y volví a casa.
Han pasado diez años desde entonces, yo he dejado de ser un niño y Núbia es ya una perrita anciana. Hace ya tiempo que vivo lejos de ellos. A lo largo de los años, durante mis visitas, he sentido palpable el paso del tiempo en el rostro Núbia, sin embargo, cada vez que nos vemos, ella vuelve a ser la perrita que una vez encontré en mitad de una calle desierta, en mitad de la noche, y yo vuelvo a sentir la alegría de cogerla entre mis manos, abrazarla y sentirla junto a mí. A veces pienso en que un día se irá y me siento triste, recuerdo nuestro paseos por el campo, sus pasos tras de mí y su lengua jadeante bajo una sombra en verano, en un rostro joven y lleno de luz. Y siento un nudo en el estómago al pensar que esa luz, algún día, se apagará. Sin embargo, cuando pienso en la vida que ha tenido, llena de estímulos y amor, me reconforta pensar que, en aquella ocasión, fui fiel a mi instinto y ayudé a encontrar a un ser maravilloso el hogar que necesitaba.
Una noche la vi en sueños, sobre sus patas traseras, de espaldas a mí, se alejaba en la oscuridad. Se giró, mirándome con esa mirada suya. Fue entonces cuando sentí que estaríamos juntos para siempre.
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