Llevaba despierto largo rato. Te deslizaste y tras de mí, la puerta se cerró. Escuché tus pasos alejándose y de nuevo, el silencio. Permanecí inmóvil, con los ojos abiertos, fijos en el tibio destello de la cortina. En la tele anunciaban el extraño suceso acaecido en un pueblo del interior, sin duda todo un acontecimiento en su monotonía. Dejé que hirviera el agua y aboqué en ella el contenido de la bolsa de té. Aquella mañana me esperaba el tedioso trabajo, largamente postergado, de ordenar los papeles. Ya no podía esquivarlo más, junto con las útiles de aseo personal, era todo cuanto me quedaba por guardar, antes de irme. En las escaleras me crucé con una vecina, evitando mirar la mochila que colgaba de mis hombros, me saludó como si de un día cualquiera se tratara. En la calle, me sorprendió el sol de primavera y mis párpados se entornaron para frenar la invasión de luz. Guardé las cosas en el maletero y me senté frente al volante. Abroché el cinturón, pero no tuve valor para girar la llave en el contacto. No, todavía no podía. Me quedé sentando. La vida de la calle, en la que tan poco me había fijado hasta aquel momento, pasaba frente al cristal manchado del coche. En la puerta de la floristería, la dependienta fumaba junto a una vecina. Se tocaban los brazos, como si alguna hubiese explicado algo graciosa de lo que ahora ambas se reían. Un hombre mayor caminaba a su lado, con la mirada perdida en el algún punto al final las casas. Sus pequeños ojos parecían esconderse bajo la sombra gris de su gorra. Tras el coche, aparcó un camión de reparto, del que se bajó un joven ataviado con un mono marrón. Con gesto enérgico sacó un par de cajas de cerveza y entró en el bar. Un instante después salió y de un salto volvió a subirse al camión. A media mañana, el aparcamiento, al otro lado de la calle, estaba casi lleno. Empleados del supermercado, trabajadores del cercano ayuntamiento e innumerables personas que acudían para comprar algo. De repente, un rostro conocido me sorprendió. Aquel amigo tuyo que unas semanas antes se instalara en el pueblo. Me encontré con su sonrisa y me asusté. Durante un instante lo miré sin querer verlo, sin reaccionar. Al fin, le devolví la sonrisa. Se acercó al coche. Bajé la ventanilla y apreté su mano. No sabía ni qué decirle. Tan sólo quería, con angustia, que se fuera, para volver a mi soledad.
De la bolsa que había colocado en el asiento vacío, saqué la agenda que tú me diste. Entre las diferentes notas, busqué la de tu cercano cumpleaños. Recuerdo que tan sólo unas semanas antes había estado pensando qué regalarte. Como si me sintiera ajeno al vacío que se instalaba entre nosotros, había estado imaginando planes de cómo te sorprendería, de cómo entraríamos en ese estado de comunión, de comunicación y deseo en el que hacía algún tiempo que no habitábamos. Pero fantasear con eso no me acercaba a ti. Fantasear con los recuerdos de un paraíso de amor, no iba a solucionar los problemas de una relación que se desvanecía, que se desvanecía entre los dedos, sin que yo intentara cerrarlos. Había dejado que te alejaras. En aquel momento, sentado en el asiento del coche, por primera vez, lloré tu pérdida.
Me costó algo salir de la calle a la carretera principal. Paré en la gasolinera. Llené el tanque. Había apalabrado con mi nuevo casero que me instalaría esa misma mañana, pero me incomodaba tener que sacar mis cosas de la mochila. Las prefería seguir guardando en el maletero, como si de aquel modo, no estuvieran realmente en ninguna parte. Eché una última mirada al balcón. Podía ver una esquina de la cristalera, tras la cual se dibujaba la silueta del mueble en el que ahora, tan sólo se guardaban tus discos. El chico de la gasolinera me trajo el cambio. Le di las gracias. Tras de mí, otro coche esperaba.
Anduve siguiendo un rato la guagua que baja a la capital, cuando se paró a recoger a algunos pasajeros, miré ligeramente al conductor que tantas veces me había llevado antes de tener vehículo. Tomé el desvío hacia el aeropuerto, hasta llegar al bar en el club de la playa. No había nadie, los socios solían llegar sobre la hora de comer o media tarde, se sentaban en sus asientos de siempre y se relajaban charlando frente al mar, con una copa en la mano. La única presencia era la del camarero. Era justo lo que yo buscaba. El marco era incomparable. Las solitarias mesas de una terraza y el rumor del oleaje. Me senté en una de ellas. Discretamente apareció la silueta del camarero y tomó nota. Yo no solía beber, ni consideraba posible olvidar pena alguna alzando el codo. Pero pensé que con una botella de vino, quizás podría ahogar la combinación de lástima y asco que sentía por mí mismo. De todos modos no se me ocurría lugar mejor para esconderme. La realidad me parecía demasiado dura, demasiado fría, su peso una carga insoportable. No veía razón para no dejarme llevar, para no dar rienda suelta a la autocompasión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario