Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...







martes, 5 de abril de 2011

Juana


Hace más de ochenta años, Juana, mi abuela, nació en un pequeño pueblo de Córdoba, famoso por su cueva y sus murciélagos. Ella no recuerda el año, tal vez nunca lo supo, siempre dice que cuando acabó la Guerra contaba con nueve. Y es que, desde que se fuera al cortijo de un guardia civil, pariente lejano, a trabajar como sirvienta infantil, no ha vuelto a su Zueros. Nadie le enseñó ni a leer, ni a escribir, sin embargo, tiempo después, cuando mi abuelo enviaba desde Alemania, la parte del jornal que no se gastaba en vino, era ella quien, gracias a la ya mítica libretilla, organizaba, a base de palillos, escritos y tachados, las finanzas familiares. Eran tiempos duros, en Luque, muy cerquita de Cabra, donde aquella mujer, sola, cuidaba de sus ocho hijos. Cuatro machos y cuatro hembras, como a Antonio, mi abuelo, le gustaba presumir. Por las noches, Juana apenas podía pegar ojo, pues el miedo a una calle solitaria y sin alumbrado, le impedía abrir las ventanas y liberar la casa del sofoco veraniego, teniendo que pasar las horas, abanicando a los más pequeños, para que se durmieran. Con el tiempo se fueron, como tantos, hacia el norte, a la Barcelona desarrollista de los primeros setenta. Dejaron los campos de olivos, las calles empedradas teñidas de cal, el castillo en lo alto del lomo, y se fueron a un piso cualquiera, en un barrio cualquiera, de un pueblo cualquiera, convertido ya en ciudad dormitorio. A uno de esos bloques altos y sin ascensor, construídos a toda prisa, para albergar una mano de obra barata, que tal vez nadie pensó que pudiera envejecer. Pero envejecieron, y ahora ya son más de ochenta, las primaveras que cuenta Juana. Y hace ya algún tiempo que dejó su piso del barrio. Por necesidad, no por gusto. Porque ya no podía subir los tres pisos, que parecían seis, con sus altos y desiguales escalones. Porque ya ni siquiera puede andar, tras cuatro derrames cerebrarles en menos de dos años. Y es que Juana ya no puede atender los geranios del balcón, que tanto le gustaban, y de los que ya ni se acuerda, no por olvido, sino porque sabe que son las flores de otro tiempo. Y lo acepta, en su sencilla sabiduría, se adapta a las circunstancias que la vida le depara. Y vuelve, tras el atropello súbito de la enfermedad, a recuperar el brillo ocre de su piel y el negro nítido de sus ojos.
Y es que en ellos, a través de esos ojos negros, me parece adentrarme en los destellos, en los conocimientos que no enseñan los libros. En las huellas del camino que debe llevarme a mí mismo. En el bagaje de quienes me precedieron y esperan, de algún modo extraño, que yo desaga entuertos, que enderece velas y lleve luz a lugares, que aunque puede parecerlo, están todo, menos muertos.


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