Entre los pinos del valle miraba las primeras nubes de septiembre, pronto cambiaría el tiempo. El verano se despedía, poco a poco, anunciando las lluvias del otoño. La campaña tocaba a su fin. Un año más, cada quien retomaría su camino. Un año más, cuatro meses habían unido a aquella cuadrilla de personajes tan dispares, tan distintos. Personas que, de otro modo, jamás compartirían más que la conversación de un encuentro ocasional, pasaban juntos la mayor parte del verano. Recorriendo pistas y senderos, arrancando el sotobosque, durmiendo a la sombra los árboles más frondosos, viendo pasar las tardes, fatigosas, entre juegos de cartas y retos banales. Acudiendo a apagar conatos de incendios, por quemas de rastrojos, por obras inoportunas, por despistes tontos junto a las suciedad de los cunetas. Aún no lo sabía, pero aquélla sería mi última campaña en isla, algunos meses después, no muchos, me marcharía, de vuelta al continente. Aquella tarde, entre las sombras de los árboles, en el claro del bosque, cada quien dormitaba en silencio, la brisa de las montañas bajaba, lentamente, cubriendo, en una abrazo, las siluetas del valle. Sin saber muy bien por qué empecé a hacer balance de aquellos años. Pensé en mi llegada a la isla, en la impresión de la piedra negra y las flores. Recordé mis primeros pasos, las primeras personas que acudieron a mi encuentro, a quienes me habían ayudado y a quienes habían parecido poner piedras en mi camino y sentí, hacia todos ellos, un cariño cercano a la nostalgia. Tal vez fuera porque, en aquella tarde silenciosa, apenas animada por el canto de los pájaros, decidí que mi etapa en la isla, como aquel verano, se acababa. Fue, seguramente entonces, cuando sentí, de nuevo, la llamada del camino. Cuando supe que, de nuevo, debía disponerme a partir, en busca de otros ámbitos. No era, sin embargo, como otras veces, en las que esa certidumbre se había presentado junto a la urgencia de la huída, no, aquella vez era distinto. Venían a mí imágenes de un pasado apenas acabado de vivir y traían consigo una reconfortante sensación, la del deber cumplido. Había llegado a la isla en busca de algo más que un lugar lejano, había llegado en busca de conocimiento y experiencia, en busca crecimiento y madurez. Y de todo ello, gracias a mi esfuerzo y gracias a lo que aquella isla había tenido a bien hacerme vivir, llevaba guardado en mi maleta. Repasé, con agrado, lo que consideraba los logros de aquellos años. La escuela del valle, los cursos y exámenes. La búsqueda de trabajo, el manejo de unos recursos limitados, que obligaban a agudizar el ingenio para salir adelante. La compleja relación con la gente, el aliento de los amigos y el reto de enemigos, como espejo en el que medir la propia valía. Y todo ello, a través de los parajes de la isla. De sus montañas y sus barrancos, de sus playas y bosques, de sus caminos y sus fuentes secretas de agua clara. Todo ello venía a mi mente, de una manera tan serena, que confieso me sorprendió. Y así, de forma tan sencilla, tan natural, todo cobraba sentido. El esfuerzo, las dudas, las ganas, el coraje, el miedo y el resto de compañeros de viaje, parecían, al fin, unirse, fundirse en un abrazo. Sin estar acostumbrado a esa sensación, temí perderla, sin embargo, supe que la mejor forma de usarla sería compartiéndola. Así que cerré los ojos y, con todas mis ganas, di las gracias a La Palma. Por un instante, vi su rostro sonreír.
Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...
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