Aquél fue un invierno frío en Madrid. Mientras la nieve cubría las calles, acomodado junto a la pequeña estufa eléctrica, pasaba las tardes leyendo. El piso del amable ermitaño era modesto pero acojedor, perfecto para alguien como yo. Nuestro amigo, lo había comprado algunos años antes, para compartirlo con su novia de entonces, pero ésta, justo cuando llegaba el momento de ir a vivir juntos, se fue con otro, dejando a mi benefactor descompuesto y con piso. Según me contó, entre aquellas paredes, plagadas de promesas rotas, no acababa de sentirse cómodo. Así que decidió volver a su madriguera segoviana. No es que nunca lo usara, pasaba en él algunos días cuando bajaba a Madrid o se lo prestaba a amigos, de paso por la ciudad. Yo llevaba varias semanas allí y pasaría varias más. Para mí, poder disfrutar de un techo así, era un regalo asombroso. Un giro fortuito e inesperado. Mis andanzas por la capital del reino, no podían haber empezado con mejor pie. Sin dinero, sin trabajo, sin idea de qué hacer, disponer de un cobijo en la gran selva de asfalto, grande y desconocida, era poco menos que un milagro. Un milagro que debía agradecer a la generosidad de aquel cura laico, humilde y generoso, y a las buenas artes del padre de mi amigo. De cuya habilidad para acudir a la persona adecuada, apenas se había podido beneficiar su hijo, pues éste, al poco de instalarnos, decidió que aquello no era para él, volviendo a casa y dejándome solo al frente de nuestra aventura. Una aventura, que habría de llevarme de la plácida soledad de aquel pisito de soltero, a la algarabía cutre de una pensión de mala muerte. De Legazpi a Lavapiés.
Al sur la de Isla del Olvido, bañada por las cálidas aguas del Mar de Libia. A los pies de las Montañas Blancas. Camuflada entre barrancos y ensenadas, se halla La Sfakia. Un lugar de encuentro para quien vaga...
viernes, 17 de septiembre de 2010
Madrid II
Aquél fue un invierno frío en Madrid. Mientras la nieve cubría las calles, acomodado junto a la pequeña estufa eléctrica, pasaba las tardes leyendo. El piso del amable ermitaño era modesto pero acojedor, perfecto para alguien como yo. Nuestro amigo, lo había comprado algunos años antes, para compartirlo con su novia de entonces, pero ésta, justo cuando llegaba el momento de ir a vivir juntos, se fue con otro, dejando a mi benefactor descompuesto y con piso. Según me contó, entre aquellas paredes, plagadas de promesas rotas, no acababa de sentirse cómodo. Así que decidió volver a su madriguera segoviana. No es que nunca lo usara, pasaba en él algunos días cuando bajaba a Madrid o se lo prestaba a amigos, de paso por la ciudad. Yo llevaba varias semanas allí y pasaría varias más. Para mí, poder disfrutar de un techo así, era un regalo asombroso. Un giro fortuito e inesperado. Mis andanzas por la capital del reino, no podían haber empezado con mejor pie. Sin dinero, sin trabajo, sin idea de qué hacer, disponer de un cobijo en la gran selva de asfalto, grande y desconocida, era poco menos que un milagro. Un milagro que debía agradecer a la generosidad de aquel cura laico, humilde y generoso, y a las buenas artes del padre de mi amigo. De cuya habilidad para acudir a la persona adecuada, apenas se había podido beneficiar su hijo, pues éste, al poco de instalarnos, decidió que aquello no era para él, volviendo a casa y dejándome solo al frente de nuestra aventura. Una aventura, que habría de llevarme de la plácida soledad de aquel pisito de soltero, a la algarabía cutre de una pensión de mala muerte. De Legazpi a Lavapiés.
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