Hace años viví en Madrid. Tengo buenos recuerdos de aquellos días, Madrid me desvirgó en buscarme la vida. A veces todavía recuerdo las charlas en la Taverna La Aguja, en Lavapiés, las discusiones sobre si Sabina "ha cambiado" y demás sexos de los ángeles. Recomiendo el sitio, quizás lo conozcáis, si es que todavía existe. Espero que sí y espero volver. Llegué a Madrid muy joven, apenas pasada la frontera de los veinte, junto a un amigo. Queríamos escapar de la realidad que nos había visto crecer, queríamos aventura. Llegamos a Chamartín una mañana fría de octubre, durante el día, caminamos despistados por el centro, sin saber muy bien qué hacer. No conocíamos a nadie, apenas teníamos dinero, no habíamos hecho ningún plan, simplemente, nos habíamos ido a Madrid. Cenamos en un Rodilla, cerca de la Plaza de España y dormimos en una pequeña pensión en la calle Montserrat.
Al día siguiente, nos dimos cuenta de que algo debíamos hacer, de que ya estábamos allí. De que aquello, no era ya sólo la fantasía de unos exadolescentes, de que Madrid ya nos envolvía como una tela de araña gigante, en la que nosotros, no nos sabíamos mover. Por lo visto, el padre de mi amigo, aunque no estaba previsto, como no estaba previsto nada, debía pasarse por Madrid a realizar no se qué visitas a no sé qué conocidos. Probablemente las visistas no fueran tan urgentes, ni posiblemente tan casual la coincidencia de su llegada, seguramente motivada por al preocupación por su inexperto hijo. Cuando se reunió con nosotros lo vio claro, así no os váis a comer un rosco, nos dijo. No hacía mucho que el móvil había empezado a colonizar nuestras vidas y, aunque todavía no se había convertido en el objeto irrenunciable que hoy es, comenzaba a ser común su uso. El padre de mi amigo, por supuesto, tenía uno. Mientras desayunámbamos, hizo unas llamadas. En un par de horas, estábamos en la Nacional VI, camino de Segovia. Allí, esperaba alguien que, tal vez, nos haría un favor. Llegamos a Segovia a media tarde, dimos un corto paseo alrededor del Acueducto y subimos la calle empedrada que conecta con un extremo de éste. En la coqueta buhardilla de un amable emitaño, nos esperaba un amigo del padre de mi amigo. Tiempo después y por boca de aquél, supe que aquello había sido una entrevista en toda regla, que ambos lo habían arreglado todo, para que nos viéramos y el amable ermitaño, pudiera decidir si prestaba o no su piso de Legazpi, a los dos polluelos llegados, no se sabía muy para qué, a la ciudad.
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