En una de buhardilla del barrio viejo vivía un pequeño revolucionario. Apenas se dejaba ver, se pasaba el día planeando revueltas. Se consideraba un libertario, aunque más bien tímido para ser un libertino, y no era muy proclibe a compatir su fe con el resto de sus semejantes. De hecho, tan sólo él conocía la verdadera naturaleza de su condición.
Constantemente se le ocurrían títulos de futuros libros, que no llegaba a escribir. E inspiradores discursos, con los que encandilar a un auditorio entregado al aplauso. Sin embargo, nada de lo que imaginaba en su mente sucedía. Aunque él no perdía la esperanza.
En una ocasión, una de esas mañanas de sábado, en las que solía salir a estirar un poco las piernas, nuestro amigo se encontró frente a frente con su mayor enemigo. Allí estaba, mirándole, con aquel aire de desafío. Con esa expresión de agrio rechazo en su rostro.
Dio apenas algunos pasos hacia un costado, se agachó lentamente, sin perder de vista a su rival. Cuando hubo cogido una piedra del suelo, elevó con desdén el brazo, mostrando orgulloso su arma. Su oponente apenas se inmutó. Siguió mirándole, inmóvil, frente a él. Así que nuestro héroe disparó. Lanzó la piedra con toda su fuerza.
Mientras el cristal del escaparate se resquebrajaba, dijo en voz baja, por hoy, ya no volverás a molestarme.
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