El paisaje mediterráneo posee un carácter altamente antropizado. Lógicamente, milenios de asentamientos, agricultura, urbanización, comunicaciones y pastoreo han moldeado los ecosistemas, adaptándolos, en buena medida, a las necesidades humanas.
Aproximadamente, un 40% de la superficie de la cuenca mediterránea europea, está ocupada por tierras agrícolas y pastizales , lo cual, por sí sólo, es un dato significativo, teniendo en cuenta el alto nivel de urbanización de la región, y demuestra la importancia social y económica de este tipo de ambientes agrarios. Sin embargo, no es solamente la influencia humana lo que favorece su presencia, con unas condiciones climáticas cálidas y secas, las formaciones boscosas mediterráneas tienden a ser poco densas, permitiendo la formación de un rico sotobosque arbustivo. La conjunción de los elementos climáticos, biotópicos y humano, ha dado como resultado un intrincado mosaico de microhábitats, con una gran característica común, su alta biodiversidad (o al menos, su potencial alta biodiversidad, ya que estamos hablando de la situación potencial del área mediterránea, obviando su alto grado de degradación actual). De hecho, según la FAO, la cuenca mediterránea es uno de los principales centros de origen de plantas cultivadas de importancia mundial.
Un ejemplo paradigmático es la dehesa ibérica. Estos sistemas de pastizales arbolados, originados alrededor de la influencia del pastoreo en las formaciones boscosas mediterráneas como sistemas de cultivo multifuncionales , son capaces de ofrecer una gran variedad de ambientes y de productos. Entre ellos se incluyen la sombra y la alimentación para el ganado, la producción de cereales, el carbón de leña y el corcho. En el cultivo de cereales se practica la rotación, para permitir que los suelos pobres se recuperen después de la primera cosecha; durante los meses de verano, para evitar el calor sofocante, se conduce el ganado a lo largo de cientos de kilómetros de antiguas cañadas hasta pastos de montaña. Dando lugar a una estructura vegetal particularmente compleja que, gracias a su gestión dinámica, proporciona una abundancia de hábitats y de microhabitats a las especies silvestres. Durante todo el año se observan con frecuencia oropendulas (Oriolus oriolus), carracas (Coracius garrulus) y abubillas (Upupa epops). En inverno se les unen miles de aves migratorias, como cigüeñas (Ciconia ciconia), grullas (Grus grus) y otras especies.
La relación con el ganado es de total interdependencia. Sin la presencia de éste y su consumo continuado de los elementos arbustivos, los pastizales no podrían seguir manteniendo su carácter de bosquete abierto. A su vez, sin las condiciones que dan lugar a la extensión de este tipo de ambientes, el ganado, tanto doméstico como salvaje no podría desarrollarse de la misma forma. Esta interdependencia, muestra el carácter dinámico y simbiótico de los paisajes en la naturaleza. La relación entre este ganado y su hábitat ibérico, genera una suerte de analogía con las grandes estepas africanas y sus manadas de herbívoros, ejemplificada en la transhmancia. En la actualidad, se calcula que quedan unas trescientas mil cabezas de ganado transhumante , de las cinco millones que hubo en el pasado, es por tanto, una actividad residual, cuyo relevo generacional parece irremediablemente extinguido. La trashumancia proporciona numerosos beneficios, no sólo ambientales, para el conjunto de la sociedad. El paso del ganado aumenta la fertilidad de los suelos amenazados por la desertificación, al incorporar estiércol y otros restos vegetales a su paso. Además, algunos de los bosques más importantes de la Penínsulase se han desarrollado y conservado gracias a esta práctica, como los pinares de Guadarrama o la Serranía de Cuenca, los hayedos y robledos de la Cornisa Cantábrica o los encinares y alcornocales de Andalucía y Extremadura. Los animales se alimentan de materia fácilmente combustible actuando eficazmente en la lucha contra incendios. Los rebaños trashumantes benefician directamente a la biodiversidad, al conservar numerosas razas autóctonas en peligro de desaparición, como la oveja rubia de colmenar o la vaca tudanca. Los efectos también son positivos para la flora, al contribuir cada oveja a la dispersión de más de 5.000 semillas al día, unos cinco millones de semillas por rebaño, y a la fauna silvestre, sobre todo aves, que depende de los espacios abiertos pastoreados.
Esta actividad parece abocada a la extinción y en las razones de su declive hallamos, de nuevo, una metáfora que ejemplifica las sombras de nuestro actual modelo de desarrollo. La transhumancia, más allá de sus implicaciones como labor económica, es un ejemplo de adaptación y uso de las dinámicas de la naturaleza, sus rutas, son la reminiscencia de las rutas que, en tiempos, practicaron los antiguos ungulados salvajes de la Península. Cuando los humanos los domesticaron, heredaron las necesidades que aquéllos tenían de buscar nuevos pastos. Y, por tanto, se hicieron cargo, sin saberlo, de dinámicas reguladoras de los ecosistemas, establecidas entre los paisajes vegetales y la fauna. La pérdida de dicha actividad, comporta la pérdida de importantes variables de regulación ecológica.
Frente al análisis de estos aspectos sociales y ecológicos, es también importante señalar la necesidad de no caer en la idealización de un pseudo pasado bucólico de comunión con la naturaleza. Si bien, estamos en una etapa de seria crisis ambiental, también estamos ante un nivel de conocimientos superiores, en conjunto, a cualquier época pretérita. Por lo tanto, nos hallamos frente a la necesidad de corregir aquellas variables, en nuestro desarrollo, que tienden a generar una disfunción medioambiental de nuestra especie. El ejemplo de la transhumancia es claro, qué interesante es describir sus características pero quién estaría dispuesto, hoy en día, a dedicarse a ella. Por ello, necesitamos reorganizar nuestra estructura, desarrollar recursos y dinámicas atractivas para fomentar aquellas actividades que, sobre el papel, nos parecen tan positivas. Debemos dignificarlas y aportar recursos para reorganizarlas. Sólo así, las nuevas generaciones podrán, querrán, formar parte de ellas. No vale el análisis aséptico, ni la descripción positivista. Sólo cabe el empeño claro hacia un modelo de desarrollo que comprenda, respete, fomente y acepte la necesidad de guiarnos por parámetros equilibrados con el medio natural. Qué otro parámetros, sino, nos valdría.
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