Nos conocimos una mañana de octubre. Se acercó a mí, en mitad del pasillo abarrotado junto al aula, y me preguntó algo para romper el hielo. Yo, sin comprender aún que la cara de perro no era la mejor estrategia para hacer amigos, le contesté en un tono brusco e injustificado. Aunque sorprendido, no entró al trapo, simplemente, dejó pasar el desaire, tal vez guiado por ese instinto suyo, y se apartó ligeramente, mientras las puertas de la clase se abrían y nuestras hormonas adolescentes iniciaban su primer día de instituto.
De aquello hace ya dieciocho primaveras, cuatro más de las que entonces contábamos, por lo que llevamos más de media vida siendo amigos. Una amistad que ha resistido la prueba del tiempo, de las etapas extrañas de la juventud, de la confusión y la búsqueda de identidad que a veces nos ha distanciado, y otras, las más, nos ha permitido encontrar refugio en la complicidad. Y es que, a riesgo de parecer forzadamente sentimental, no encuentro razones para dejarlo de considerar mi hermano, sino de sangre, sí de espíritu.
Poco más puedo decir, tan solo recordarle, en momentos como éstos, en los que las garras de la incertidumbre parecen cerrar su oscura sombra sobre nuestras cabezas, que no olvide cuál es camí dels bons homes, aquél que siempre va de frente, y se crece en la adversidad. Aquél que no elude la lucha, ni desoye la llamada de la esperanza, aquél que siempre, a pesar de los pesares, atiende las voces que claman desde las sombras por la luz. Aquél que no aspira al conformismo, sino a la sabiduría.
Ése es nuestro camino amigo, ésa es la senda, que en mitad de la tormenta, señala el camino del valle, a la montaña. Som-hi?
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