Recuerdo que llegué tarde a la parada de autobuses. El primero de la mañana acababa de salir. El siguiente tardaría algo más de tres horas. Ya no tenía prisa. Sopesé qué hacer durante ese rato. Nada en los alrededores me parecía lo bastante interesante, así que tomé un largo desayuno en una cafetería cercana.
A media mañana subí al autocar que, esta vez sí, me llevaría a mi destino. Mientras abandonábamos la ciudad, rumbo al noreste, Atenas se disgregaba en una conurbación cada vez más difusa. Dando paso, casi sin darse cuenta, a agrestes colinas y campos de olivos, sumidos en el ansioso letargo de la canícula estival.
A mitad de camino, paramos en un bar solitario. Al poner el pie en el suelo, el sol nos recibía con su seco y áspero saludo. Varios de los pasajeros, siguieron al chofer hacia el consuelo de la barra. Otros, nos quedamos vagando entre el porche y la escasa sombra del vehículo. No era aquél un autocar de turistas. Sin embargo, llevaba consigo curiosos viajeros. Me viene a la memoria una extraña pareja. Él, un hombre mayor y menudo, con su traje gastado y las muñecas ennegrecidas de su camisa. Ella, envuelta en un alo de belleza eslava, en sutil decadencia. Al poco reanudaríamos la marcha. Más allá, se insinuaban ya las laderas, entre las que se escondía el objeto de mi secreta peregrinación. Delfos, el Oráculo.
Para llegar hasta allí, aún debíamos atravesar la región de Beocia. Los dominios de la antigua Tebas, de la que hoy apenas quedan rastros. La Tebas actual, poco tiene que ver con aquélla. Tras la derrota persa en Platea de 479 a. C., Tebas se disputaría la hegemonía con Atenas y Esparta. Continuas luchas fratricidas acabarían por debilitar a las polis helenas. Cayendo así, bajo el dominio de Filipo, Rey de los Macedonios. Y de Alejandro, su hijo. Quien mandaría destruir la antigua polis beocia. Tan sólo permitió que quedaran en pie algunos templos y la casa de su admirado Píndaro, el poeta.
En las lomas del Monte Parnaso, Delfos había sido un centro religioso y económico, de sello casi incomparable en todo el Hélade. A sus pies, el macizo se abre dando paso a la Bahía de Corinto y a su puerto natural, Itea. Aquella tarde la contemplaba, desde la terraza de una cafetería estratégicamente situada para atraer al visitante. Había pasado todo el día recorriendo el antiguo recinto sagrado. Había rendido mis respetos a un lugar al que siempre había deseado ir. Lo había disfrutado. En aquel momento, desde aquel balcón, bajo el que el sol resbala, llevándose consigo la luz hacia un mar oscuro, me sentí agradecido por estar allí. Y me dejé llevar por las sensaciones que en mí palpitaban. No en vano es el hogar de las Ninfas.
Regresaría a Atenas, ya de noche. Al día siguiente dejaba la ciudad. Cogería un barco, rumbo a Creta. Rumbo a la Taberna de Manos. (Ver En la Taberna de Manos. Noviembre 2009).
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